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Días

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Cuento corto #6

Días

Un día vino. Nunca dijo de dónde. Tampoco dijo que se iba a quedar. Todos sabíamos que no se iba a quedar.

Desarmó las sillas. Nos invitó a sentarnos en el suelo. Desarmó las camas, probamos dormir en el suelo. Desarmó las mesas, nos hizo comer más cerca de la tierra.

Nunca decía nada, pero su palabra era ley. Todos sus actos eran correctos, por eso nadie le discutía.

Miraba a los otros a los ojos, pero nunca pretendía que le devolvieran la mirada. Cabeceaba la orden, pero nunca esperaba que le obedecieran. Nos hacía estallar de risa y nos hacía emocionar hasta las lágrimas. Sus acciones… eran las JUSTAS.

Nunca discutía, nunca se quejaba. No necesitaba de las palabras para demostrar amor. No pretendía enamorar, aunque enamoraba. Tal vez no sabía bien qué hacía, pero funcionaba.

Jamás lo vi hacer algo indebido ni criticar al que lo hacía. Siempre se salteaba una comida. No tenía hambre, o no quería, o no le gustaba. O tal vez daba su porción. Nunca se emitió al respecto.

Los niños lo querían, él los calmaba. Lo hacían sonreír. Siempre leía algún libro y los chicos se le juntaban alrededor. Era raro porque leía para adentro, pero los pequeños lo miraban con fascinación, como hipnotizados.

Las miradas de los criticones eran balas que no lo tocaban. Nunca lo escuché chismorrear ni hablar por las espaldas. Es más, creo que no hablaba.

Un día se fue como vino, sin decir nada.

Cuando se fue, no armamos ni las mesas ni las sillas ni las camas. Las cosas tenían nuevos lugares. Nos adaptamos y adoptamos esas nuevas formas de vivir, que en algún momento habíamos desdeñado.

Identificamos los actos que eran justos de los que no, y con eso nos bastaba. Conocimos el amor que trasciende las palabras. Leíamos porque eso nos nutría, y porque eso nos lo recordaba.

Lo llamaron de muchas maneras, pero yo no le conocí el nombre.

Creo que nunca lo dijo. Creo que nunca dijo nada.

La esencia de un pozo

La esencia de un pozo

La esencia de un pozo
Cuento corto #5

La esencia de un pozo

Este es un buen lugar para cavar un pozo.

Decían que esa era su frase más repetida. Para el momento en que la conocí, creo que tenía en su haber más de tres mil pozos cavados, con diversas profundidades, formas y en diferentes tipos de suelos.

El pozo, decía, tiene su esencia por carecer del material circundante; el pozo es la negativa de lo que lo rodea. 

Yo la miraba. Ella me sonreía mientras sostenía una pala en su mano. 

Un pozo, continuó, tiene el objetivo de encontrar algo: agua, petróleo, una papa… O el objetivo de arrojar algo dentro y a veces taparlo: una semilla, un cuerpo sin vida, un tesoro. 

La miré. Tenía sentido, pensé, y me atreví a preguntar:

¿No es medio negativo estar tan relacionada con los pozos? Por ejemplo, me viene a la mente la frase “pozo depresivo” o “pozo sin fondo”. 

Ella me miró y sus ojos se arquearon en una sonrisa delatando que ya le habían hecho esa pregunta antes. Sin embargo, en vez de escuchar una respuesta predefinida de su parte, como una grabación de cassette, escuché palabras que me resultaron frescas; incluso sentí que su respuesta estaba especialmente dirigida a mí.

La gente muchas veces confunde el pozo con su propia existencia, dijo. Y eso de un “pozo sin fondo” claramente es un error de definición, de concepto. Porque, si no tiene fondo, no es un pozo, es un tubo. 

Nunca lo había pensado así. Me quedé sorprendido. ¿Cuántas otras frases históricas, que se dicen millones de veces como ciertas, puede que estén tan equivocadas como la del “pozo sin fondo”?

Cuando alguien me dice “pozo depresivo”, siguió explicando, intento que obtengan una nueva perspectiva. Les pregunto ¿por qué no dejarse atrapar y sostener por la tierra que está en el fondo del pozo en vez de luchar para escaparse? Esa pelea, esa resistencia, generalmente provoca efectos más perjudiciales que beneficiosos. Les digo que pueden convertirse en un tesoro en el fondo del pozo. Cuando yo estuve deprimida, sentí estar en un pozo. Y llegué a lo que sería “tocar el fondo”. Fue interesante que ahí estaba el fondo del pozo para recibirme. En ese momento me tiré al suelo y me di cuenta de que más abajo no podía ir.

Ella hablaba y gesticulaba apasionadamente, casi podía entenderle de sólo ver sus señas.

Aunque quisiera o sintiera que seguía cayendo o bajando, el suelo estaba ahí para sostenerme; me dije: puedo ser un cuerpo pudriéndose en una tumba o puedo convertirme en tesoro.

Eso suena muy poético y lindo, dije… pero la gente no es un tesoro; la gente es carne, huesos, sangre, deseos, pensamientos, historias… 

Para mi sorpresa, ella asintió varias veces con la cabeza mientras yo hablaba. 

Y miserias, agregó, dolor, enfermedad, arrepentimientos, pesar, y más… pero puedo contarte qué me pasó a mi… ¡o lo dejamos acá y listo!.

Sus palabras me llenaron de un optimismo infantil. Así que un poco divertido con la situación, y otro poco intrigado, le pedí que me contara más.

Un tesoro tiene valor, continuó hablando, y generalmente un tesoro está oculto. Casi seguro al escuchar la palabra “tesoro” tu mente viaja a la imagen de un cofre de madera repleto de monedas de oro y joyas dentro. En ese momento, en el momento de mi “pozo depresivo”, yo me veía como ese cofre de madera con herrajes metálicos y tapa curva, pero sin cosas de valor en su interior. Ahí fue cuando me dije: si tan sólo puedo ver una pepita de oro dentro, aunque sea una pepita muy chiquita, yo pasaría a ser un tesoro escondido en un pozo. Y con esa idea en mente busqué dentro de mí, dentro de ese “cofre”, alguna característica que fuese de oro, algo que yo considerase de valor. Busqué en mí algo que me gustara y que apreciase. Para encontrarlo usé el truco de ver lo que me gusta en otros y luego buscarlo en mi. Algo pequeño: mi risa, mi manera de respirar, mi trato con los animales, mi manera de saludar… cualquier pepita de oro en mi interior. Y, tras encontrar esa pepita… 

La interrumpí porque me interesaban los detalles. Quería saber cuál había sido esa primera pepita.

Mi primera pepita, me dijo sonriendo, fue mi comportamiento con el agua: nunca dejo canillas goteando y siempre intento no desperdiciarla. Me pareció una buena pepita 

En ese momento hizo una pausa y luego prosiguió.

Así fuí buscando más y más pepitas dentro de mi, dentro de mi cofre, hasta que me di cuenta de que había muchas. Mirando bien, encontré incluso monedas de oro y, tras un poco de práctica en el buscarlas, fueron apareciendo las joyas y piedras preciosas… así que, tras usar la misma lógica y honor a la verdad que busco aplicar con los demás, no me quedó más opción que autoproclamarme un verdadero tesoro. Cada día recordaba y repasaba el contenido del tesoro… hasta que un día decidí compartir ese tesoro con los demás.

Me gustó su historia, sus detalles y sus aclaraciones. Le agradecí y me despedí amistosamente. Ella siguió cavando. Yo me fui a encontrar mi tesoro.

El Séptimo Sentido

El Séptimo Sentido

El séptimo sentido
Cuento corto #4

El Séptimo Sentido

«Detrás de la mente, abajo del gusto pero un poco más alto que el tacto, búscalo ahí».

Treinta años llevaba practicando con mi maestro. Y aunque yo sentía que buscaba donde él me decía, no lo encontraba.

«Buscarlo con el intelecto es como buscar ropa seca debajo del agua», siempre me decía el anciano cuando le hacía planteos teóricos sobre mi práctica.

«Maestro, usted habla con frases que desafían la lógica para enseñarme mejor o porque quiere reforzar el estereotipo de anciano misterioso?» le preguntaba a veces para que nos riéramos juntos.

«Más blando que lo salado, más fluorescente que un aullido de lobo, más rugoso que un pensamiento de alegría». Sus instrucciones eran dichas sin un ápice de duda, como las indicaciones de un lazarillo que ve claramente el camino y asiste a la persona para que transite con seguridad cada paso de ese sendero.

A pesar de su dulzura, perseverancia y compasión, yo no lograba tener éxito en mis intentos. Sentía que el maestro permanentemente me señalaba un cartel que para mí era invisible; y que, sumado a no poder verlo, cuando mi mirada llegaba a donde él había señalado, ese cartel ya había cambiado de lugar hacía un tiempo.

«Sigue observando las sensaciones de tu cuerpo. Siempre observando. Será beneficioso si lo haces cerca de este Ficus benjamina. Emana fuertemente el sabor de esa dimensión, te ayudará a despertar su receptor». Me gustaba el intenso verde de las hojas de ese árbol y el contraste que hacían con el color blanquecino de su tronco. Pero más allá de eso, yo no percibía ese “sabor” al que el sabio refería.

 

Unos diez años más tarde, rumbo al aljibe del monasterio con mi balde de madera, algo resonó en mi interior. Proseguí tranquilo con mi labor, llené el balde de agua y en el camino de regreso frené. Miré mis manos que sostenían la gruesa cuerda de yute que servía de manija para el balde. Estaban mis manos, pero también estaba algo más. Como un nuevo material, diferente a cualquiera que hubiera visto, tocado o sentido antes. Era una especie de vibración chispeante, una sensación totalmente diferente a la gama de sensaciones que viví en toda mi vida.

Esta dimensión antes imperceptible se abrió súbitamente, como si una gran y sólida roca se partiera por la mitad. Dicen que un golpe fuerte y seco en el punto exacto puede dividir en partes idénticas a una piedra gigante. Si el golpe se da un milímetro fuera de ese preciso punto, la piedra permanece inmutable. Se ve que uno de los millones de “golpes en la roca” que di fue en el lugar indicado.

Recepcioné la información que este nuevo sentido generaba.

«Una roca no tiene gusto, el metal en reposo no emite sonido y el humo no se siente al tocar», escuchaba en mi mente las palabras de mi maestro.

Comencé a notar que algunos objetos parecían emanar fuertemente la esencia de esta nueva dimensión y otros parecían carecer de esa cualidad.

El aire comenzó a llamar mi atención porque también percibí esta cualidad en él. Tanta información de repente me mareó; me sentía como una persona que oye por primera vez tras vivir 40 años con los oídos tapados.

Me senté contra el tronco de un árbol. Inhalé profundo.

Vinieron a mí las palabras de mi maestro, que había partido hacía ya unos años. 

Me reí. Me reí como nunca en la vida.

Me reí de mí, del mundo, del maestro, de todo lo que me había dicho, de lo acertado de sus palabras y me reí de no haber sido capaz de haberlas interpretado correctamente durante todo este tiempo, habiendo tenido directivas tan buenas. Me reí de mi anterior “yo”, que creía poder llegar al destino sin tener que recorrer cada uno de los pasos del camino. Me reí porque me consideraba muy inteligente y, sin embargo, no había podido encontrar atajos en la búsqueda de mi verdad.

Respiré profundo nuevamente y me puse de pie. Miré desde arriba al balde de madera: mi reflejo en el agua me devolvió una sonrisa cómplice.