
Cuento corto #4
El Séptimo Sentido
«Detrás de la mente, abajo del gusto pero un poco más alto que el tacto, búscalo ahí».
Treinta años llevaba practicando con mi maestro. Y aunque yo sentía que buscaba donde él me decía, no lo encontraba.
«Buscarlo con el intelecto es como buscar ropa seca debajo del agua», siempre me decía el anciano cuando le hacía planteos teóricos sobre mi práctica.
«Maestro, usted habla con frases que desafían la lógica para enseñarme mejor o porque quiere reforzar el estereotipo de anciano misterioso?» le preguntaba a veces para que nos riéramos juntos.
«Más blando que lo salado, más fluorescente que un aullido de lobo, más rugoso que un pensamiento de alegría». Sus instrucciones eran dichas sin un ápice de duda, como las indicaciones de un lazarillo que ve claramente el camino y asiste a la persona para que transite con seguridad cada paso de ese sendero.
A pesar de su dulzura, perseverancia y compasión, yo no lograba tener éxito en mis intentos. Sentía que el maestro permanentemente me señalaba un cartel que para mí era invisible; y que, sumado a no poder verlo, cuando mi mirada llegaba a donde él había señalado, ese cartel ya había cambiado de lugar hacía un tiempo.
«Sigue observando las sensaciones de tu cuerpo. Siempre observando. Será beneficioso si lo haces cerca de este Ficus benjamina. Emana fuertemente el sabor de esa dimensión, te ayudará a despertar su receptor». Me gustaba el intenso verde de las hojas de ese árbol y el contraste que hacían con el color blanquecino de su tronco. Pero más allá de eso, yo no percibía ese “sabor” al que el sabio refería.
Unos diez años más tarde, rumbo al aljibe del monasterio con mi balde de madera, algo resonó en mi interior. Proseguí tranquilo con mi labor, llené el balde de agua y en el camino de regreso frené. Miré mis manos que sostenían la gruesa cuerda de yute que servía de manija para el balde. Estaban mis manos, pero también estaba algo más. Como un nuevo material, diferente a cualquiera que hubiera visto, tocado o sentido antes. Era una especie de vibración chispeante, una sensación totalmente diferente a la gama de sensaciones que viví en toda mi vida.
Esta dimensión antes imperceptible se abrió súbitamente, como si una gran y sólida roca se partiera por la mitad. Dicen que un golpe fuerte y seco en el punto exacto puede dividir en partes idénticas a una piedra gigante. Si el golpe se da un milímetro fuera de ese preciso punto, la piedra permanece inmutable. Se ve que uno de los millones de “golpes en la roca” que di fue en el lugar indicado.
Recepcioné la información que este nuevo sentido generaba.
«Una roca no tiene gusto, el metal en reposo no emite sonido y el humo no se siente al tocar», escuchaba en mi mente las palabras de mi maestro.
Comencé a notar que algunos objetos parecían emanar fuertemente la esencia de esta nueva dimensión y otros parecían carecer de esa cualidad.
El aire comenzó a llamar mi atención porque también percibí esta cualidad en él. Tanta información de repente me mareó; me sentía como una persona que oye por primera vez tras vivir 40 años con los oídos tapados.
Me senté contra el tronco de un árbol. Inhalé profundo.
Vinieron a mí las palabras de mi maestro, que había partido hacía ya unos años.
Me reí. Me reí como nunca en la vida.
Me reí de mí, del mundo, del maestro, de todo lo que me había dicho, de lo acertado de sus palabras y me reí de no haber sido capaz de haberlas interpretado correctamente durante todo este tiempo, habiendo tenido directivas tan buenas. Me reí de mi anterior “yo”, que creía poder llegar al destino sin tener que recorrer cada uno de los pasos del camino. Me reí porque me consideraba muy inteligente y, sin embargo, no había podido encontrar atajos en la búsqueda de mi verdad.
Respiré profundo nuevamente y me puse de pie. Miré desde arriba al balde de madera: mi reflejo en el agua me devolvió una sonrisa cómplice.