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Cuento corto #9

Sin Nombre

[En las afueras de Sop Ruak, en Wiang, dentro de la provincia de Chiang Rai (Tailandia), cerca del Triángulo dorado, casi a orillas del río Mekong]

 

Cuatro hombres llegaron al barrio sin previo aviso en un auto negro. Uno era el líder. Su peinado a la moda, el reloj de oro y su ropa de marca combinaban con el gesto canchero que hizo al bajar del auto y quitarse sus anteojos de sol. También bajó del auto el abogado-contador. Tras esos lentes impecablemente transparentes se veían unos ojos fríos; 

su traje oscuro hacía juego con la expresión de su cara. El tercer hombre era “el de seguridad”, un tipo gigante vestido con un traje gigante, probablemente hecho a medida. El chofer, con su gorra negra y lentes oscuros, no bajó del auto dando a entender que no iban a tardar mucho.

 

Preguntaron por “él” a una señora que había salido a mirar y caminaron hacia donde ella les había señalado. 

Golpearon las palmas como llamando, pero no esperaron ninguna respuesta para pasar: por un pasillo se dirigieron directamente a la parte trasera de la casa. Ahí lo encontraron. Estaba solo.

Con tono de buenas noticias, un tono que sólo una persona irreverente puede tener, el líder le transmitió las novedades: tras una petición que hizo la empresa que ellos representaban, y luego del posterior fallo de la corte suprema del país, “él” ya no podía seguir llamándose de la misma manera…

Resulta que por una casualidad, su nombre era igual que aquella mundialmente famosa marca de bebidas. Y eso no era lo único: también su nombre incluía un adjetivo calificativo, en un idioma que no era el tailandés, pero que podría dar a la marca una muy mala imagen.

Sobre todo si se enteraba la competencia. Así que aprovechando algunos contactos en el gobierno, la marca inició -unilateralmente- las acciones legales pertinentes para des-nombrar a esta persona.

Para no vulnerar su derecho a elegir, o tal vez en un acto de total indiferencia, no le asignaron un nuevo nombre. Tras que el líder le comunicó esto, el abogado prosiguió inmediatamente en perfecta sincronía: le informó que estaba totalmente prohibido mencionar el viejo nombre, así como escribirlo o reproducirlo de cualquier manera.

También le dijo – mientras le daba los papeles de la sentencia firmada y sellada, así como su nueva acta de nacimiento, registro de conducir y cédula de identidad – que debía eliminar cualquier documento físico que incluyera ese nombre.

Toda información digital referente a su antigua identidad, tanto en los archivos del gobierno como en el resto de internet, ya había sido eliminada por el departamento de informática de la empresa tras la sentencia; también debía avisar a sus familiares y amigos que a partir de ese momento no podían dirigirse a él como antes.

 

El hombre permaneció callado mientras recibía toda esta nueva información y revisó la escena: el líder mirando despreocupado con una sonrisa; el abogado terminando de acomodar los papeles en su maletín; el guardaespaldas que no parecía estar pensando en nada en particular. Se retiraron recordándole, con amabilidad, que a partir de ese momento ya estaba establecido el bozal legal, y que la empresa no dudaría −y al decir esto el tono de voz se tornó amenazante − en iniciar acciones legales ante el más mínimo desvío de las reglas.

 

El hombre miró su nuevo carnet de identidad: su foto, su número, su fecha de nacimiento, el título “Nombre” y el espacio en blanco que lo acompañaba.

Tras mirar el carnet observó sus manos: esas manos ya no responderían al mismo dueño.

Miró a su alrededor: esa casa, esos muebles, ese mismo suelo que pisaba le resultaron extraños. Observó los pensamientos que surgían en su mente: eran pensamientos asociados al hombre que antes se llamaba de cierta manera.

Los miró bien y se rió: él nunca se había fijado si a esos pensamientos que aparecían misteriosamente los quería hacer suyos.

Se percató de cómo se sentía: estaba un poco desorientado pero liviano; después de todo le habían sacado algo de encima.

La estructura de vida de aquel hombre cuyo nombre él conocía ya no tenía razón de ser.

Ese camino que había recorrido, y el que había decidido recorrer hasta ese momento, pertenecía a una persona que ya no existía. Sonrió ante esa idea.

Caminó hacia el glorioso río que pasaba a escasos metros de su casa. Al llegar al destino pensó en lo que más le gustaba sentir a esta nueva persona: la brisa de viento con los ojos cerrados, una sonrisa en el corazón… y los pies en las refrescantes aguas del río Mekong.

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