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La Espada

La Espada

el invitado
Cuento corto #10

La Espada

Un hombre solo con su espada.

Un hombre solo con una espada, sin otro rival más que su sombra.

Un hombre que se encuentra con su sombra, que también tiene una espada.

Un hombre que está solo con su sombra.

La sombra no lo mira. La sombra está ahí, donde quiera que esté el hombre, donde quiera que esté él y su espada.

El hombre mira a la sombra; la sombra no devuelve la mirada. La sombra lo persigue, o tal vez lo acompaña.

El hombre no deja su espada. Tampoco su sombra deja su espada.

El hombre grita. La sombra no grita nada. El hombre se enoja, pero la sombra no está enojada. La sombra no se inmuta por nada; la sombra que siempre tiene una espada.

Para el hombre la espada está pesada. Pero prefiere el cansancio y la espada a no tener nada.

Un hombre que tiene una espada porque tiene miedo de no tener nada.

El hombre se ve cansado, pero su sombra no está cansada.

Sus manos no le tiemblan, pero sí que sienten el peso de la espada.

Si el hombre suelta su espada, la sombra estaría armada y él no se podría defender con nada.

La sombra no lo mira: solamente lo acompaña.

Un día una ráfaga de viento acaricia cálidamente la cara del hombre. El hombre cierra sus ojos… y a ese hombre se le cae la espada.

Mira para todos lados. Busca a su sombra, la sombra que tiene una espada.

Su sombra también perdió la espada.

Un hombre solo, un hombre que no tiene espada.

Un hombre que no está solo, una sombra desarmada lo acompaña.

Un hombre y el viento en su cara.

La Semilla fue la planta

La Semilla fue la planta

el invitado
Cuento corto #8

La semilla fue la planta

—No puede ser un samurai. Lleva todo el atuendo de samurai, yukata, hakama, geta y el chonmage… pero no tiene su espada. ¡No hay posibilidad de que sea un samurai! —comentó a su amigo luego de que ambos pausaran el trabajo en el arrozal para mirar al forastero.

—Creo que llamaría menos la atención si estuviera desnudo pero con su espada en la cintura —le respondió su amigo.

 

El desconocido llegó a lo que podría considerarse la entrada de la aldea. Un escrito en una roca indicaba el nombre con el que se conocía a la zona: Chikuma.

Niños, ancianos y mujeres abrían grande los ojos al verlo. Los niños se reían y se acercaban a tocar sus extrañas ropas. Las madres de los niños estaban un poco asustadas.  Una muchacha corrió a buscar al jefe de la aldea. Poco después apareció un anciano acompañando a esa muchacha. 

Los ojos del viejo tenían un brillo peculiar. Ningún aldeano pronunció palabra durante el tiempo que el anciano observó en silencio al forastero. Luego de un rato, el sabio habló.

— Veo que eres apto para trabajar nuestra tierra. Si gustas, se te dará un hogar, dinero y comida siempre que respetes nuestras normas y cumplas con tu trabajo.

El “samurai sin espada”, de nombre Kotaro, hizo una reverencia doblando pronunciadamente el cuerpo y la cabeza en señal de aceptación de la propuesta y mostrando una profunda gratitud hacia el anciano.

 

El líder indicó a su nieta, Hinata, que llevara a Kotaro a una de las chozas comunitarias, le entregara ropa adecuada para trabajar, le asignara un lugar donde dormir y le diera una caja donde guardar sus artículos personales.

Ya que parecía que Kotaro había tenido una larga y cansadora travesía, el anciano le permitió al viajero que se diera un baño y le pidió que inmediatamente después se pusiera a disposición del capataz para comenzar con su trabajo. La muchacha y el viajante asintieron con la cabeza. Con la mirada, Hinata pidió a Kotaro que la siguiera. Le indicó un lugar donde dormir, una simple cama en una choza gigante donde al parecer dormían muchos campesinos. Le indicó dónde estaban los baños y le entregó ropa de trabajo. De entre las cosas que llevaba en sus manos, la joven tomó una bolsa que contaba con una cuerda para cerrar. Se notaba que la bolsa era un objeto producto del trabajo de un artesano experimentado. La tela era muy suave al tacto y tenía pintados, entre un patrón de flores de color naranja y rojo intensos, paisajes y aves de la zona.

—Para que guardes tu antiguo atuendo —dijo y se retiró.

 

Kotaro fue a los baños donde se encontró solo. Comenzó a desvestirse lentamente. Con cada prenda que se quitaba aparecían a la vista las múltiples cicatrices que decoraban su cuerpo. Cada cicatriz contaba una historia, algunas con final feliz, otras muchas con otro tipo de finales. Ya sin ropa tomó sus viejas prendas, las dobló con cuidado y respeto, las guardó en la bolsa y la cerró con suavidad. Cuando terminó de hacer el nudo, suspiró profundo; antes esa ropa la elegía con orgullo para vestirse cada día. Ahora la veía como un uniforme. El shogun, su antiguo amo, dijo una vez: “Vestir a un hombre con ropas de guerrero no lo hace un guerrero. Así como vestir a un guerrero con ropas de campesino no lo hace un campesino”.

Kotaro pensó en esas palabras y pensó en la firme determinación que había tomado al marcharse de aquel lugar que antes consideraba su hogar. «No existen vestimenta ni palabras ni recuerdos que me puedan decir quién soy, porque yo soy yo y no lo que vista ni lo que haya vivido ni lo que piensen los demás».

Luego del rápido baño se puso sus nuevas ropas. No eran nuevas en realidad, tenían algunos remiendos: alguien las había usado antes que él. «Y probablemente alguien las use después de mí, quién sabe». Sonrió ante la idea.

 

Caminando hacia la casa de su nuevo patrón sentía cómo lo observaban con curiosidad sus ahora compañeros de aldea.

—¿Cómo alguien puede abandonar el camino del guerrero, con todos los beneficios que tiene y el honor que eso implica? —escuchó comentar a dos personas.

«¿Tiene sentido vivir por la espada y morir por la espada? Quiero vivir por mis propios motivos», pensó Kotaro.

Se acercó a donde Hinata le había indicado: la casa de su nuevo capataz. Ella lo llamó Uesugi-San. El hombre lo atendió con una seria expresión pero Kotaro pudo notar la calidez y sensatez en su mirada. Uesugi-san lo llevó a la plantación, le dió un gorro de trabajo, herramientas y le indicó las terrazas de germinación y cultivo de arroz que Kotaro tendría a cargo. Debía primero ponerlas en condiciones y luego hacerlas producir.

Las terrazas que le fueron asignadas estaban abandonadas, se notaba que perdían agua y estaban un poco alejadas de la aldea, pero eso a Kotaro no le importó: el agua y el barro en sus pies, las piedras en sus manos y el calor del sol le daban una tranquilidad que superaba cualquier incomodidad que tuviera que vivir en su trabajo.

Una vez que el sol se ocultó en su totalidad bajo la gran montaña al oeste de la aldea, los trabajadores del arrozal comenzaron a volver lentamente a su hogar. Kotaro veía, aunque estaba ya casi oscuro, cómo el cielo se reflejaba en el agua de los arrozales dando la sensación de que había plantaciones en el cielo y nubes en el suelo.

 

Fuera de la choza preparaban la comida para los agricultores. Entre sus nuevas pertenencias Kotaro contaba con una escudilla y unos palillos para comer. Se acercó a la señora que servía la comida y ella le entregó su recipiente con abundante arroz, jengibre y cebollín. Estaba delicioso. Terminó sus gachas y se dispuso a lavar su escudilla. Antes de guardar su vajilla miró a sus nuevos colegas: algunos conversaban, otros jugaban juegos de azar, otros se divertían, algunos peleaban.

 

Por la noche, ya acostado sobre su futón, miró sus manos y pensó: 

«Aquí estoy. Hoy hice algo de lo que estoy orgulloso, algo que siento que elegí. Hoy construí».

Y esa noche, por primera vez en muchos años, durmió profundamente y sin interrupciones. Por la mañana el fino silbido de Uesugi-san le avisó a él y a sus compañeros de cuarto que volvía a ser la hora de trabajar el arrozal.