
Él, Campeón

Cuento corto #17
Él, Campeón
Se le acercaban con rostros sonrientes y lo felicitaban. Algunos le pedían fotos y le confesaban sentimientos a los cuales él se sentía totalmente ajeno. Todos lo conocían. Mejor dicho, creían conocerlo. Un autógrafo. Una palabra. Un saludo o tan solo una mirada. Parecía que todos querían algo de aquel que lo había ganado todo, que lo tenía todo, que había alcanzado la gloria eterna.
En contraste con esas sonrisas, era en su pecho recurrente una sensación de vacío. Este sentimiento lo acompañaba, sin importar cuántas nuevas conquistas aparecieran. La lógica del mundo en el que vivía lo llevaba a pensar que obteniendo logros, ese espacio se iba a llenar. Pero el efecto de esos éxitos era como agua servida en un vaso con un agujero en el fondo.
Barajó la posibilidad de que esa sensación de vacío fuese empujada por nuevas y más extremas emociones, por lo que dedicó un tiempo a tener experiencias intensas.
Tras varios intentos, se sintió desanimado porque sus emociones se comportaban como esos pañuelos de colores que los magos llevan en la manga: después de retirar una emoción, aparecía otra encadenada, y otra, y otra. Y cuando creía que la última emoción en salir era ese vacío, siempre aparecía un pañuelo más, un color más, creando una situación ridículamente desesperante.
La falta de éxito en sus diversos intentos, lo hicieron reflexionar que tal vez no era “Él” quien había ganado todo. “Si así fuera, me sentiría satisfecho”, pensó. Por lo que se embarcó en un viaje para encontrarse. Para encontrar a ese “Él”.
Siguiendo consejos de oriente, se refugió en la respiración esperando que su verdadero yo surgiera. Al escuchar con atención las diferentes voces que surgían en su cabeza, sentía que ellas no podían ser “Él”, porque, si bien las voces le eran familiares, las palabras le resultaban ajenas.
“Los pensamientos son palabras que solo yo escucho, pero no me parece que sea yo quien las dice”, esa idea vino a su mento y shockeado gritó “¡¿Quién es el que la está diciendo?!”. Todos en el restaurante giraron su cabeza para ver quien era el del escándalo. La indignación les duró solo un instante, porque cuando lo reconocieron, inmediatamente lo rodearon para darle (o pedirle) atención, pasando completamente por alto el exabrupto. No pudo ni esbozar esa mueca que antes portaba como sonrisa de ocasión.
“Tal vez el ruido sea lo que no me permite distinguirlo, distinguirme”, pensó y se alejó de la ciudad. Se fue al campo.
Se dio cuenta de que no podía expresarse sin palabras, aunque estas ocurrieran solo dentro de su cabeza. También notó que los “visitantes”, que emitían diferentes pensamientos u opiniones, esos que al parecer se querían hacer pasar por “Él”, eran demasiado rápidos para agarrarlos: en el momento en que intentaba un movimiento para atraparlos, solo quedaban las palabras flotando y la boca que las había dicho, ya se había marchado.
Tras un largo tiempo, volvió a la ciudad, a su círculo social, a su día a día.
En una fiesta dada en su honor, desistió de la búsqueda. La “sonrisa para la foto” había vuelto a sus labios y pensó que tal vez ese, aunque pudiera no ser “Él”, era quien él creía ser, y eso le alcanzaba… un poco.
Se alejó por un momento de la multitud para saborear la derrota más grande que hubiera vivido en toda su vida. “Ni en la final del mundo que perdí me sentí vencido de esta manera”. Se rió y notó que con su mismo tono, había otras risas cercanas. Se fijó de dónde provenían los sonidos y vió que eran unos niños bailando y jugando. Se sorprendió porque sus hijos también formaban parte de ese peculiar grupo.
Los pequeños bailaban y se movían, sin necesariamente buscarlo, al ritmo de la música.
Para su sorpresa, todos bailaban sin que haya reglas claras sobre el baile. No había una estructura, ni se discriminaba el principio o final de cada canción.
El baile ajeno era parte del propio baile, aunque tuviera otro ritmo. Los movimientos se veían espontáneos, sin un ápice de planificación, sin un objetivo, sin buscar mejorar, sin gestos correctos ni incorrectos ni pasos obligatorios, ni pasos prohibidos, ni un límite en una pista de baile que era eterna. En contraste con la estructura y jerarquía que caracterizaban toda su carrera, veía cómo los pequeños bailaban sin roles ni preconceptos, sin un líder, sin seguidores, sin ganadores ni perdedores. Los niños daban giros y movían sus cuerpos con soltura.
La fascinación que le generó estar presenciando tal espectáculo provocó una explosión en su interior y de repente, el protocolo, la estructura y la vergüenza se convirtieron en lo más ridículo del mundo ante tal magnificencia, por lo que, sin pensarlo, su cuerpo decidió sumarse al evento. En esa pista sin límites se movía, reía, bailaba y giraba con la misma gracia que los pequeños, por lo que su incorporación al grupo fue natural y bienvenida. Sus pies se reían de todas las preguntas que se había hecho durante tanto tiempo, mientras que el movimiento de sus caderas expulsaba las ideas que ya no le pertenecían. Los niños se reían. Su niño interior se reía. Él se reía. “Él” se reía.