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Caminantes

Caminantes

el invitado
Cuento corto #18

Caminantes

El nivel de agua del lago ascendía y descendía consistentemente con cada luna. Hasta aquella luna que el agua bajó cuando todos esperaban que subiera. Y siguió bajando…

 

Desde que se asentaron tribus en la zona, se habían librado muchas batallas para conseguir un lugar a orillas del lago. A los victoriosos se los conocía como “costeños”. Y su contraparte, los asentados en lugares más distantes, eran los “caminantes”.

 

Desde hacía un tiempo, y hasta ese momento, la tranquilidad reinaba entre los habitantes de la ribera. Tanto costeños como caminantes llevaban una convivencia pacífica. Las zonas de uso, tanto terrestres como acuáticas, estaban claramente asignadas y delimitadas. 

 

Pero con la continua bajante, el lago fue perdiendo su forma conocida. 

Las áreas de pesca se fueron desdibujando, generando conflictos entre los pescadores. 

Zonas costeras, antes en continuo contacto con el agua, se fueron convirtiendo en llanuras secas. Viendo la oportunidad, algunos caminantes decidieron asentarse temporalmente en estas nuevas tierras, provocando el enojo de los costeños.

 

Habían pasado ya tres lunas de bajantes, y la incertidumbre y la tensión de la población de la ribera crecía al mismo ritmo que mermaba la cantidad de agua del lago.

 

En una pequeña tribu caminante llamada Yuni, sus líderes solicitaron que todos sus miembros tuvieran las pertenencias listas para movilizarse al día siguiente. Muchos aldeanos se sintieron aliviados. Hacía días que veían pasar gente de tribus aún más alejadas dirigiéndose hacia el lago.

 

Apenas amaneció, todos estaban congregados y listos para partir. El nerviosismo general era palpable en el aire.

—Abuela… —habló con voz preocupada el jefe del almacén—, ¿a qué zona de la costa del lago nos dirigimos? Está muy tensa la situación… No contamos con muchos guerreros en la tribu. ¿Tendremos que luchar?

La anciana se tomó un momento para responder.

—El lago que tanto nos dio se está retirando —dijo con una sonrisa serena—. Toda esa preciosa agua está buscando un nuevo destino… ¡Y nosotros haremos lo mismo! ¡En marcha, que ella se nos adelantó pero en algún lugar nos está esperando!

 

Y así, los Yuni se aventuraron en dirección contraria al lago, a buscar nuevas tierras y nuevas aguas. En su camino se encontraban con las miradas de asombro de quienes aún se aferraban a la esperanza de llegar a un lago que, momento a momento, se iba desvaneciendo.

Él, Campeón

Él, Campeón

el invitado
Cuento corto #17

Él, Campeón

Se le acercaban con rostros sonrientes y lo felicitaban. Algunos le pedían fotos y le confesaban sentimientos a los cuales él se sentía totalmente ajeno. Todos lo conocían. Mejor dicho, creían conocerlo. Un autógrafo. Una palabra. Un saludo o tan solo una mirada. Parecía que todos querían algo de aquel que lo había ganado todo, que lo tenía todo, que había alcanzado la gloria eterna.

 

En contraste con esas sonrisas, era en su pecho recurrente una sensación de vacío. Este sentimiento lo acompañaba, sin importar cuántas nuevas conquistas aparecieran. La lógica del mundo en el que vivía lo llevaba a pensar que obteniendo logros, ese espacio se iba a llenar. Pero el efecto de esos éxitos era como agua servida en un vaso con un agujero en el fondo.

 

Barajó la posibilidad de que esa sensación de vacío fuese empujada por nuevas y más extremas emociones, por lo que dedicó un tiempo a tener experiencias intensas.

Tras varios intentos, se sintió desanimado porque sus emociones se comportaban como esos pañuelos de colores que los magos llevan en la manga: después de retirar una emoción, aparecía otra encadenada, y otra, y otra. Y cuando creía que la última emoción en salir era ese vacío, siempre aparecía un pañuelo más, un color más, creando una situación ridículamente desesperante.

 

La falta de éxito en sus diversos intentos, lo hicieron reflexionar que tal vez no era “Él” quien había ganado todo. “Si así fuera, me sentiría satisfecho”, pensó. Por lo que se embarcó en un viaje para encontrarse. Para encontrar a ese “Él”.

 

Siguiendo consejos de oriente, se refugió en la respiración esperando que su verdadero yo surgiera. Al escuchar con atención las diferentes voces que surgían en su cabeza, sentía que ellas no podían ser “Él”, porque, si bien las voces le eran familiares, las palabras le resultaban ajenas.

 

“Los pensamientos son palabras que solo yo escucho, pero no me parece que sea yo quien las dice”, esa idea vino a su mento y shockeado gritó “¡¿Quién es el que la está diciendo?!”. Todos en el restaurante giraron su cabeza para ver quien era el del escándalo. La indignación les duró solo un instante, porque cuando lo reconocieron, inmediatamente lo rodearon para darle (o pedirle) atención, pasando completamente por alto el exabrupto. No pudo ni esbozar esa mueca que antes portaba como sonrisa de ocasión.

 

“Tal vez el ruido sea lo que no me permite distinguirlo, distinguirme”, pensó y se alejó de la ciudad. Se fue al campo.

 

Se dio cuenta de que no podía expresarse sin palabras, aunque estas ocurrieran solo dentro de su cabeza. También notó que los “visitantes”, que emitían diferentes pensamientos u opiniones, esos que al parecer se querían hacer pasar por “Él”, eran demasiado rápidos para agarrarlos: en el momento en que intentaba un movimiento para atraparlos, solo quedaban las palabras flotando y la boca que las había dicho, ya se había marchado.

 

Tras un largo tiempo, volvió a la ciudad, a su círculo social, a su día a día.

 

En una fiesta dada en su honor, desistió de la búsqueda. La “sonrisa para la foto” había vuelto a sus labios y pensó que tal vez ese, aunque pudiera no ser “Él”, era quien él creía ser, y eso le alcanzaba… un poco.

 

Se alejó por un momento de la multitud para saborear la derrota más grande que hubiera vivido en toda su vida. “Ni en la final del mundo que perdí me sentí vencido de esta manera”. Se rió y notó que con su mismo tono, había otras risas cercanas. Se fijó de dónde provenían los sonidos y vió que eran unos niños bailando y jugando. Se sorprendió porque sus hijos también formaban parte de ese peculiar grupo.

 

Los pequeños bailaban y se movían, sin necesariamente buscarlo, al ritmo de la música. 

Para su sorpresa, todos bailaban sin que haya reglas claras sobre el baile. No había una estructura, ni se discriminaba el principio o final de cada canción.

El baile ajeno era parte del propio baile, aunque tuviera otro ritmo. Los movimientos se veían espontáneos, sin un ápice de planificación, sin un objetivo, sin buscar mejorar, sin gestos correctos ni incorrectos ni pasos obligatorios, ni pasos prohibidos, ni un límite en una pista de baile que era eterna. En contraste con la estructura y jerarquía que caracterizaban toda su carrera, veía cómo los pequeños bailaban sin roles ni preconceptos, sin un líder, sin seguidores, sin ganadores ni perdedores. Los niños daban giros y movían sus cuerpos con soltura.

 

La fascinación que le generó estar presenciando tal espectáculo provocó una explosión en su interior y de repente, el protocolo, la estructura y la vergüenza se convirtieron en lo más ridículo del mundo ante tal magnificencia, por lo que, sin pensarlo, su cuerpo decidió sumarse al evento. En esa pista sin límites se movía, reía, bailaba y giraba con la misma gracia que los pequeños, por lo que su incorporación al grupo fue natural y bienvenida. Sus pies se reían de todas las preguntas que se había hecho durante tanto tiempo, mientras que el movimiento de sus caderas expulsaba las ideas que ya no le pertenecían. Los niños se reían. Su niño interior se reía. Él se reía. “Él” se reía.

Espejo

Espejo

el invitado
Cuento corto #18

Espejo

Te estoy mirando, Espejo. ¿Te pasa algo? Esa cara de desprecio no me gusta nada. ¿Podrías ser tan amable de regalarme una mirada tierna?

 

Para mí no mucho, pero para ti espejo, se nota que el tiempo ha pasado. Tus ojos se ven cansados, esos ojos que tantas veces busco. Las arrugas también vinieron a visitarte ¡Espejo estás creciendo!

 

Te tiendo la mano y tú me la tiendes a mí. Te miro con desdén y tú no puedes evitar hacer lo mismo. ¿Por qué eres tan reactivo, Espejo? ¿Acaso tus acciones no pasan por un proceso de reflexión? Lo digo porque tu accionar es instantáneo, simultáneo… implacable. ¿Será… Espejo.. que espero demasiado de ti?

 

Cuando te lastimo, me lastimas; cuando te acaricio, tú me acaricias. No me imites en todo, Espejo, no te conviene. Aunque he aprendido a quererme, confieso que…a veces se me olvida… y no me gustaría que tú tomes esos vicios.

 

De repente me cuesta mantener la mirada cuando nos vemos a los ojos. Tal vez porque me da vergüenza… No pude cumplir todas las promesas que te hice. ¿Y cómo podría hacerlo? Si fui yo quien te pidió consejo, pero solo escucho mi propia voz constantemente.

 

Te confieso además, Espejo… que veo en ti aquello de lo que yo carezco. Cómo me gustaría parecerme a ti. Eres tan sabio, tan dulce… ¿Será que tu bondad es infinita, Espejo? No haces reproches por mis acciones malvadas, ni escucho de ti palabras duras. Tampoco emites juicios cuando hago lo incorrecto. ¿Eres acaso, Espejo, una versión mejorada de mí?

 

Si no te veo, ¿acaso tú tampoco me ves? Me gustaría que siempre me mires, Espejo, que mis acciones te enorgullezcan. Que cuando llegue la noche, me acompañes con la mirada, porque en la oscuridad me resulta fácil perder tus ojos. Y cuando eso sucede, a veces las sombras se apoderan de mi atención.

 

Ahí fuera, mis problemas parecen de otro. Básicamente, tuyos. ¡Sería tan sencillo si pudieras salir a mi encuentro! Espejo, ¿puedo pasar un tiempo ahí donde tu estas, mientras tú vienes aquí? Me gustaría mucho hacer eso… solo para saber cómo actuarías en mi lugar.

 

Para mí, Espejo, eres como un maestro. Tu silencio es la respuesta a todas mis preguntas, tanto las más profundas como las más superficiales.

Espejo, ¿me muestras lo que me falta o lo que me sobra? Yo siempre pensando en estos temas, pero tú empecinado en sólo mostrarme la realidad, sin ocultar ni un milímetro. ¿Será que debo aprender a recibir ese regalo único y no esperar nada distinto?

 

Me dijeron que un vidriero experimentado no se deja tentar por el reflejo, solo evalúa el estado del vidrio y el reflectante. Verifica que no haya rayones, que el vidrio esté recto y que el reflectante esté libre de imperfecciones. Mi objetivo es otro. Quiero descubrir quién eres, encontrarte, incluso si tengo que buscar al otro lado. ¿Vendrías tú también a buscarme, Espejo? Me ilusiona pensar que sí.

 

Por fin… por fin puedo verte, Espejo. ¿Qué había estado haciendo todo este tiempo? ¿Cómo hasta ahora no te había mirado así? Siento que este es el momento, Espejo. Aquí voy. Ahí vienes tú. Tu sonrisa es mi luz verde, tus brazos abiertos son mi motivación. Hoy es el día que tanto estuvimos esperando.

El paso

El paso

el invitado
Cuento corto #17

El paso

Mis pies están apuntando a mi tumba… o a un río, o a la nada, o al paraíso… ¿cómo voy a saberlo? La intensa niebla practicamente no me deja ver, pero algo dentro de mi me indica que estoy en el lugar correcto: me hallo parado sobre el borde de una gran piedra azul que sobresale del camino.

Si bien ya había imaginado miles de veces qué iba a hacer, y en mi cabeza estaba todo planeado, ahora, en el momento de la verdad, las dudas vuelven a surgir. ¿Qué hago? ¿Es un buen momento para cambiar de parecer?.

Viene a mi mente la cara del anciano que custodia la entrada de esta zona. Es la primera vez que lo veo tan de cerca. Su mirada tenía una calidez y, sin embargo, sus ojos parecían encendidos con la chispa de un fuego que nunca antes había visto. ¿Será cierta la leyenda aldeana de que él es uno de los que han “vuelto”? ¿Cómo saberlo? Si desde siempre tenemos prohibido hablarle a él y a los otros. Al observarlo, me di cuenta de que no hubiera cambiado mucho la situación si le hubiese preguntado antes… parece de esos que no emiten palabra.

 

En la aldea todos tienen algo que decir sobre este lugar, pero todo lo que se escucha son teorías o conjeturas, ya que no hay nadie quien  las confirme. “Hay un puente que te lleva hacia los Dioses”, dicen algunos. “Caes en un vacío eterno”. “Te elevas hasta el sol”. “La muerte vive ahí abajo, y te recibe cuando llegas” son varias de las frases que están de moda. Los más mundanos pregonan “el piso está a un metro” o “hay solo una laguna abajo”. También “hay una red, es solo una broma”. Lo cierto es que nadie sabe.

 

En la aldea, al llegar a lo que llamamos “segunda adultez”, una vez en la vida uno puede adentrarse en ese lugar y, en palabras de los guardianes de la zona, “encontrarse”. Esas son todas las pistas que nos dan. No otorgan ni descripciones, ni detalles, ni hay promesas, ni garantías. Y no se permiten segundas oportunidades. Toda la mística relacionada a este evento lo convierte en algo muy hablado pero prácticamente desconocido, ya que la gran mayoría de los aldeanos no toman la “prueba”. La zona prohibida es respetada por todos, incluso por otras aldeas, y es accedida y custodiada sólo por el grupo de los Tres Venerables Ancianos y Ancianas, cuyos miembros se eligen internamente, generación tras generación.

Si cuidan con tanto recelo esta zona, ¿será porque debe haber algo… o no? ¿Será que es un espacio donde se deshacen de los curiosos? ¿O un paraíso terrenal que solo habitan los más valientes y osados? ¿O una broma de mal gusto con heridas fatales?

 

Los nervios provocados por lo desconocido se apoderan de mí. Noto que mi tiempo para decidirme se está acabando, de alguna manera lo puedo sentir en el aire, ese aire que me impide ver, pero no por eso me impide sentir.

Cierro los ojos e inhalo profundamente, permitiendo que esa densa niebla que me rodea llegue a mi interior. Sintiéndome uno con el entorno, aparece una gran claridad mental y no puedo evitar reírme de lo parlanchina que está mi mente. Enciendo mi brújula interior y, con una sonrisa en los labios, doy un paso hacia adelante…

El tren Javier

El tren Javier

el invitado
Cuento corto #15

El tren Javier

Los Ferro son una familia muy unida y con muchas tradiciones. Llevan más de siete generaciones siendo trenes transportistas.
En el seno de esta familia nació Javier, un clásico tren de los Ferro: levemente delgado y con mucha más fuerza de la que parecería tener.
El día de su primer cumpleaños, su padre y su madre colocan al joven por primera vez en las vías para que tenga su viaje de bautismo, el cual consiste en hacer cien metros sobre los rieles. Tras unos pocos metros, Javier resbala y se cae hacia un costado. Su padre, frunciendo el ceño, lo asiste y lo vuelve a montar sobre el camino de acero. Nuevamente avanza un poco y vuelve a perder el equilibrio saliéndose de las vías.
Su madre, con preocupación y bajo la atenta mirada de su padre, revisa las ruedas del joven tren y descubre lo que para un Ferro podría describirse como una tragedia: Javi sufre el “Síndrome de los descarrilados”. Esta condición de nacimiento tan particular se describe como la carencia de “pestañas”, que son la parte que sobresale de la rueda de los trenes y le permiten mantenerse sobre las vías sin esfuerzo.
Al ver que, a diferencia del resto de su familia, no cuenta con esta parte tan fundamental para viajar sobre rieles, Javier siente que tiene un gran problema.
Sin embargo, esta situación no lo desanima, y dedica meses a practicar como mantener el equilibrio sobre las vías. Tiene cierto éxito… pero en los trayectos prolongados, inevitablemente dobla un poco de más o de menos y, por esto, acaba descarrilando.
Afligido y un poco frustrado con la situación, Javier deja su práctica y, sin previo aviso, decide viajar a las montañas.
En el camino, descubre que se siente mucho más cómodo moviéndose fuera de las vías, por lo que avanza directamente sobre el suelo, aunque sin perder de vista los rieles.
Tras varios meses de viaje, en una montaña recóndita, se encuentra en su camino a una flor de un color fucsia intenso. Como Javier valora toda forma de vida, desvía su trayectoria para no pisarla. Al pasar al lado de la flor, escucha que ella le dice:
—Gracias muchacho por tenerme en cuenta y no pisarme. Yo no te hubiera podido esquivar, ja ja ja.
Javier, divertido con la situación, la mira y le sonríe.
—Veo que eres un joven dulce y noble. ¿Cómo te llamas?, le pregunta la flor.
—Javier, le responde él.
—Yo me llamo Dalia, mucho gusto. Javier, noto que a diferencia del resto de los trenes que he visto no vas por los rieles, ¿podré pedirte un gran favor?.
El curioso joven piensa «¿Cómo un tren que no puede andar por las vías podría ser de ayuda?», pero a pesar de eso, escucha la petición de Dalia.
La flor le cuenta que su familia vive al otro lado de una distante cadena montañosa y que cuando ella era aún una semilla, fue alcanzada por una caprichosa ráfaga de viento que la hizo llegar hasta esa zona alejada. Le explica que ella está bien y se siente agradecida por la vida que tiene, solo que le gustaría visitar a su familia, pero que al ser una flor, no le resultaba posible moverse por sus propios medios.
Javier observa con curiosida d a Dalia, que le devuelve la mirada con una sonrisa. Luego lleva su vista a las vías del tren que se encuentran a unos metros. Evalúa que cruzar las montañas implica alejarse mucho de las vías y, por lo tanto, de la potencial ayuda que sus padres, hermanos o familiares pudieran suministrarle, ya que, a diferencia de Javier, a los otros trenes les resulta muy difícil moverse fuera de las vías.
El muchacho mira al cielo, respira y sube a la flor a su locomotora. Dalia, emocionada y alegre, desde esa posición tan alta, señala el otro lado de la montaña y grita:“¡A toda máquina!”. Javier se ríe y exclama “¡A todo motor!”; y de esa manera, comienzan su viaje. Casi inmediatamente Javier aminora la marcha porque… ¡Es cansador subir una montaña a toda velocidad!.
Tras tres días de charlas, canciones y hermosos paisajes, los viajeros llegan a un valle rodeado por flores de muchos colores intensos. Dalia señala una zona que está hacia el norte, y avisa emocionada “Ahí tiene que estar mi familia”. Juntos se acercan a esa área. La joven flor agita sus hojas y saluda a los gritos “¡Mamá, Papá, hermanos, tíos, abuelos, primos, soy yo, Dalia!”. Muchas de las flores miran sorprendidas a la extraña pareja, y al reconocer a la joven, agitan también sus hojas y mueven sus pétalos.
“Bienvenida!”, “¡Hola Dalia!”, “Dalia, no te veía desde que eras una semilla”, y muchas otras frases se escuchan al pasar. Javier está contento pero también un poco avergonzado, ya que lo miran mucho y con cara de sorpresa.
Dalia les presenta al tren y luego les cuenta toda la historia de cómo se conocieron y los detalles del viaje. Todos escuchan atentamente. Una vez que Dalia termina de contar la historia, los miembros de la familia le agradecen a Javier, aplaudiéndolo y dando gritos de alegría. El muchacho siente una gran felicidad y piensa «Qué linda esta sensación de sentirme útil y valorado».
Tras pasar la noche escuchando historias familiares, Javier mira el valle. Ve que los habitantes de esa ciudad usan elementos que él nunca había visto. Y también nota que hay varias construcciones hechas con materiales diferentes a los que él conoce. Probablemente, al venir de familia de trenes cargueros, eso le llama la atención. Consulta a la mamá de Dalia sobre esta situación y ella le cuenta todos los detalles. Le dice también que a ese pueblo no llegan los trenes, que de hecho, era la primera vez que esas flores veían uno, por eso estaban tan impactadas cuando llegó.
Unos días después, por primera vez desde que dejó su casa, Javier siente ganas de ver a su familia. Se arma de valor y le cuenta a Dalia que va a partir. La flor lo mira y le dice:
—¡Qué bueno, Javi! ¡Voy a poder conocer a tu familia de la que tanto me has hablado!.
El tren suena su bocina por el asombro. A pesar de haberse invitado sola, Dalia luego le pregunta si quería que fuese. Javi no lo duda y acepta con gusto esa propuesta de su gran amiga. Y, tras un día más de compartir, ya que las flores prepararon una fiesta de despedida, ambos parten rumbo a la casa de los Ferro. Como a los dos les gusta viajar y conocer lugares nuevos, toman un camino diferente al de la ida. Ven flores nuevas, a las cuales Dalia saluda y les pregunta el nombre, disfrutan del paisaje, conocen lagos, arroyos y hasta una cascada.
A pocos kilómetros de su hogar, Javier comienza a estar un poco nervioso. No puede olvidar la cara de pena que puso su familia cuando descubrió que tenía el síndrome de los descarrilados.
Ya muy cerca, avanzando por el suelo paralelamente a las vías, Javier toca su bocina. Toda su familia sale del hogar a recibirlo. Contrario a lo que imaginaba, todos se ven felices de verlo. Su madre se acerca para abrazarlo mientras su padre lo mira con felicidad. La madre, con los ojos llorosos, le dice:
—¡Qué alegría me da verte! Antes de irte, conversamos con tu padre de lo orgullosos que estamos de vos y de lo mucho que te queremos.
Su padre se acerca escondiendo las lágrimas y agrega:
—Mi reacción inicial por la falta de pestañas en tus ruedas fue desmedida, y me disculpo. Quiero que sepas que mi amor hacia vos no depende de ninguna condición que puedas tener ni elección que tomes.
Javier tampoco pudo contener las lágrimas y los tres se unieron en un abrazo. Pronto se sumaron los hermanos, primos y abuelos. Dalia, que estaba sobre Javier, también lloraba mientras acariciaba al joven tren.
Fue, obviamente, la flor la que se encargó de contar en detalle las aventuras y lugares que descubrieron. Los Ferro escuchaban asombrados, porque muchos de esos sitios que la flor describía no los conocían, ya que están alejados de las vías.
Javier compartió con su padres los detalles sobre el pueblo de la familia de Dalia y los innovadores productos que allí utilizaban. El gran tren quedó fascinado y decidió que iban explorar ese valle.

Generalmente, al ser tan costoso el tendido de vías, los Ferro no se dan el lujo de hacer un camino sin tener un destino cierto. Pero gracias a toda la información que tenían Javier y Dalia, no dudaron en colocar vías hacia el valle, generando grandes beneficios para los trenes y también a los pueblos circundantes.
A partir de ese momento, Javier y Dalia se convirtieron en buscadores de nuevos destinos para los Ferro, llevando a la familia prosperidad y nuevos horizontes, al mismo tiempo que ellos viajaban, conociendo lugares, haciendo nuevos amigos y viviendo emocionantes aventuras juntos.

Destinado

Destinado

el invitado
Cuento corto #14

Destinado

Primero se escuchó el crujir de la madera. Poco después, el estruendo provocado por la caída de aquel árbol gigante. Cuando tras esto, Basuki, un joven árbol Menara, recibió los rayos del sol sobre sus hojas, comprendió lo que estaba pasando: era el momento de crecer.

En la selva tropical, la mayoría de los árboles jóvenes no prosperan, ya que la luz que se filtra entre las hojas de la vegetación de gran altura es casi nula. La caída de un árbol enorme suele formar un pequeño claro que permite el paso de la luz, dando la oportunidad a que un puñado de afortunados jóvenes puedan desarrollarse.

Con esta suerte Basuki comenzó su adolescencia, siempre mirando al sol, acercándosele poco a poco.

Ya desde semilla, todo árbol recibe la información de que llegar al sol es su objetivo vital, su destino.

Cada día Basuki, como todos a su alrededor, observaba al astro con deseo. Y, cuando caía la noche, observaba a las estrellas que se desplegaban en su cenit, aguardando que se presente el sol de la mañana.

Las lluvias y las estaciones pasaban. El joven iba camino a convertirse en un árbol adulto, pero el sol seguía viéndose muy muy lejano. Muchas veces dudaba de su meta y de su finalidad. Con la llegada de la madurez, esa desconfianza fue acrecentándose. «¿Qué sentido tiene esta existencia vertical, inmóvil y dependiente de los caprichos del clima?», se preguntaba una y otra vez.

Fue un día, que cansado, confundido, y un poco decepcionado, Basuki abandonó la atención que tenía puesta en el astro por un momento, y miró a los árboles más altos de toda la zona. A pesar de que estaban a gran distancia, los observó con mucho detenimiento. En general, estos colosos eran los más longevos. Para su sorpresa, uno de esos gigantes ancianos, uno que no parecía pronto a caer, tenía los ojos cerrados y lo que podía interpretarse como una sutil sonrisa. Esta imagen shockeó a Basuki. 

Tanto lo impresionó, que barajó por un momento la posibilidad de imitar a aquel anciano. Temblaba de solo pensar en esa idea. Cerrar los ojos era lo que los árboles acostumbraban hacer previo al momento de su caída.

En la selva circulaba desde siempre, la idea de que, al no tener un astro como referencia, los árboles que cierran los ojos se van inclinando lentamente. Luego, por esto, pierden altura, estabilidad y fuerza, y terminan cayendo. Aunque Basuki y todos los árboles que él conocía nunca habían presenciado un acontecimiento como ese, tomaban esta explicación como una verdad, y la consideraban una ley.

El ya adulto Menara pasó días reflexionando sobre aquel anciano de ojos cerrados mientras miraba a las estrellas, tanto las del día como las de la noche. 

Fue un día en el que el sol brillaba con tal intensidad que encandilaba, que Basuki se armó de valor y se dijo a mismo «Estoy dispuesto a aceptar el destino que esta elección me depare». Miró al sol con cariño, le agradeció, y lentamente cerró los ojos, preparado internamente para tal vez no volver a abrirlos.

Nada drástico pasó, pero la luminosidad del sol, muy progresivamente, se iba sintiendo menos intensa. Más de una vez un frío temor corrió por su savia. «Ahora entiendo por qué nadie los cierra», se dijo riéndose de sí mismo.

Luego de un par de lluvias en esta postura, comenzó a experimentar un cosquilleo en una de sus ramas. Una familia de pájaros anidaba allí, pero nunca los había notado. «¿En qué momento llegaron?».

Estaba sorprendido: siempre creyó que su gruesa corteza no le permitía percibir sensaciones.

Una mañana, sintió un picor en un hueco que se le había formado en su tronco tras la caída de una de sus ramas. Notó que un grupo de murciélagos utilizaban la oscuridad de ese espacio para habitarlo. «¡Se mueven bastante para ser de día!», se dijo.

Un grupo de panteras nebulosas se acercó al árbol y aprovechó para gastar sus uñas en la corteza. Basuki recibió los arañazos con agrado, como si estuvieran rascándole la espalda.

Así fue notando y observando cada una de las especies que lo habitaban o que lo visitaban. También notó que para muchos él era una fuente de alimento, de sombra, incluso ¡a veces lo usaban como depósito de comida!.

Insectos, mamíferos, reptiles, hongos, plantas… tantas vidas que lo acompañaban en su crecimiento, mientras él era testigo del desarrollo que cada una iba teniendo. Con el tiempo, el particular árbol fue identificando que diferentes generaciones de la misma especie lo consideraban su hogar.

Aunque Basuki elegía tener sus ojos cerrados la mayoría del tiempo, cada tanto los abría. Aquel día miró a su alrededor, divisando a sus pares árboles. Estaban observando hacia arriba, hacia ese astro lejano que él tantas veces contempló con anhelo. En ese momento notó que una de sus extremidades se movía de forma extraña y desvió la mirada hacia abajo. Unos jóvenes monos de Borneo jugaban saltando de rama en rama bajo la atenta mirada de su madre. Basuki cerró los ojos y sonrió, tranquilo por haber encontrado su propio destino.

IMPENETRABLE

IMPENETRABLE

el invitado
Cuento corto #13

IMPENETRABLE

Es un día soleado y cálido. Entran por la ventana un enjambre de moscas buscando alimento.

Al no encontrar más que pulcritud y manotazos, emprenden su retirada. Se unen todas en un grupo aparentemente desordenado y se dirigen hacia la claridad que ingresa por la ventana. Una a una se van encontrando con la imposibilidad de salir.

«¿Qué diantres sucede con el aire en esta zona que está tan denso?» , piensa Lucas, una de las moscas. Frustrado, intenta disipar esa membrana invisible tirando patadas karatekas con sus seis patas. No funciona. Luego pegándole repetidos cabezazos. Nada.

Mira hacia el costado y ve a sus colegas en una situación parecida: todas las moscas viviendo una batalla encarnizada con ese “vacío endurecido”. A partir de esta circunstancia, para buscar otra perspectiva, Lucas frena sus embistes contra ese incomprensible enemigo y se aleja de la ventana. Pese a que desde dentro de su cuerpo nace el instinto de abalanzarse hacia la claridad exterior, él no se deja tentar por esta posibilidad.

Lucas vuela un poco más, tomando mayor distancia de la abertura. Relaja su fascinación natural por la luz y se permite mirar alrededor. Vislumbra que a varios metros de ese agujero se encuentra otro hueco de similares características. Por precaución, vuela lentamente y cerca de la pared, se acerca a esa ventana y siente el viento en sus alas: ¡es la libertad! Sale volando al exterior sin impedimentos.

Ya afuera piensa en sus camaradas moscas que están atrapadas… y vuelve a entrar.

Se dirige hacia donde sus colegas continúan con la guerra contra ese adversario oculto. Les avisa que a cierta distancia hay una salida sin esta situación. Todas las moscas, sin detener sus embistes, miran hacia donde Lucas les señala: una pequeña luz se ve a lo lejos tras largo camino en tinieblas. 

«Acá hay claridad. Es acá. ¿Quién se movería por la peligrosa zona oscura cuando tiene el exterior tan cerca? No nos distraigas.», dice el jefe del grupo mientras el resto continúa los ataques.

Lucas lo mira y se llama al silencio. Se pierde en la zona oscura hasta que nuevamente se encuentra en el exterior. El sol ilumina sus alas mientras él se eleva. 

Alejándose tranquilamente, ya cerca del cielo, sus antiguas compañeras lo miran desde detrás del vidrio mientras repiten sus intentos de escape aún con más vehemencia.

Amores Antiguos

Amores Antiguos

el invitado
Cuento corto #12

Amores Antiguos

Nunca antes en mi vida había estudiado filosofía ni había leído palabras de los grandes pensadores de la antigua Grecia. Bueno, no tenía por qué. Mis padres habían nacido en el campo y yo me crié en ese mismo lugar rural. Allí a la televisión se le había delegado nuestra educación: nos contaba las historias de la gran ciudad que luego comentábamos con vecinos, y, también, en un acto de misericordia moderna, ese electrodoméstico impedía que conversáramos sobre lo que pensábamos y sentíamos, haciendo que la familia funcionara.

 

Tuve la suerte de encontrarme con un libro de Sócrates, y, tras leerlo, no lo podía creer. Yo suponía que los escritos de los antiguos filósofos solo eran un rejunte de frases grandilocuentes, diseñadas para que fueran posteadas en redes sociales.

Incluso ese nombre, Sócrates, lo usaban en mi pueblo para castigar a quien usara palabras que escapaban a la cotidianidad, o contra quien se animara a proponer una charla sobre algún tema mínimamente intelectual. En general, en mi pueblo, cualquier charla que no tuviera que ver con el clima, el fútbol o el campo, no le interesaba a nadie y debía ser finalizada cuanto antes.

Sin embargo, una vez que le perdí el miedo a los libros y al desinterés que generaban estos en mi ambiente, descubrí que ese gran pensador no solo fue un renombrado escritor de filosofía, sino que también fue maestro de otros grandes filósofos, entre ellos, mi favorito, Platón.

Platón es, a mi entender, un buen ejemplo del estudiante que comprende la obra de su maestro y, con respeto y humildad, comparte sus propias conclusiones. Me encontré leyendo por primera vez un libro suyo, “El banquete”, mientras comía un turrón en la escalera de la facultad. Más avanzaba en mi lectura, más entusiasmada estaba.

En el viaje de vuelta a casa, en el colectivo, volví a sumergirme en esas palabras tan preciosamente elegidas para describir lo que yo misma pensaba y sentía.

 

A partir de ahí un universo desconocido se abrió ante mí. «¿Quién era antes de Platón? Olvídense de mi viejo “yo”», «¿Cómo alguien puede vivir toda la vida sin leer a Platón? Eso no es vivir». Frases que posteé en redes sociales, que no solamente me daban status entre mis colegas universitarios, sino que también mostraban mi conocimiento ante un público ávido de ingeniosidades.

Cada página de sus libros me hacía sentir que sus palabras estaban dirigidas a mí, como una especie de recital-libro, en el que la estrella de rock era el cantante-filósofo, y que en su canción más popular, durante el estribillo-conclusiones, me señalaba a mí entre toda la multitud y me guiñaba el ojo.

 

Unas semanas más tarde, con un repertorio de cinco libros del mismo autor ya leídos y repasados, charlaba con mis amistades y no podía evitar emitir el latiguillo “… es que Platón dice que…” en cada cuatro o cinco frases que emitía.

Se ve que a mis amigos les resultaba un poco intenso que citara al sabio permanentemente. De hecho, una amiga me dijo en cierto momento «basta con “Platón esto”, “Platón aquello”… si taaaanto te gusta Platón, ¿Por qué no te ponés de novia con él y te dejás de romper?».

En ese momento, el tiempo se frenó para mí. Ese fue el detonante. En ese instante me di cuenta de que yo amaba a Platón. Y no solo eso, casi me vuelvo loca cuando me escuché diciendo en voz baja, como en cámara lenta: «Tengo un amor platónico… con Platón».

Ese shock emocional del primer amor fue súbito e impactante (Bueno, cuando vivía en el pueblo creí estar enamorada de Juan Carlos, el hijo del panadero —que casualmente también se llamaba Juan Carlos— pero después me di cuenta de que eso no había sido amor). 

 

La perfección de un amor imposible, uno al que no se le da la posibilidad de fracasar, fue un atractivo al que no pude negarme. Me vi envuelta y arrojada a esta “relación unilateral a distancia, tanto física como temporal” fantaseando con mis preguntas y sus respuestas, compartiendo noches estrelladas, escuchando su griega voz contarme los secretos del universo.

 

La vida y el paso de los días lograron ubicarme nuevamente en tiempo y espacio, y esa fascinación por Platón mermó, al menos un poco, logrando que pudiera yo distinguir fehacientemente la realidad de la ilusión… como decía Platón.

Sabe la piedra

Sabe la piedra

el invitado
Cuento corto #11

Sabe la piedra

Sabe la piedra que está siendo lanzada, sabe cuál es su trayectoria y, sin embargo, desconoce su destino.

Sabe la piedra de las herramientas que se utilizaron para individualizarla en lo que ellos llaman cantera; sabe que antes era llamada montaña y ahora le dicen piedra, aunque ella nunca dejó de ser montaña.

Sabe la piedra que el calor de la mano que la lanzó se contrasta con el frío del viaje; el objetivo que impacte es de quien la arroja, no es el objetivo de la piedra. Sabe que es posible un destino cálido, pero ella no aprueba sentir calor a cualquier costo. Antes que abrigarse con la sangre de un ser vivo, prefiere sentir el fresco de la tranquilidad del espíritu.

Sabe la piedra que a diferencia de otros seres cuyos movimientos surgen voluntariamente desde el interior, sus actos los dicta el entorno, haciendo que su historia esté llena de sorpresas: recuerda con cariño aquella vez que estuvo dando vueltas por la ruta cuando se cayó del acoplado de un camión; o esas entretenidas tardes de verano que la hicieron pasear por la superficie de la laguna haciendo “sapito”. También valora la temporada que pasó honrando la memoria de un muerto en su tumba como piedra de recordación.

Ella sabe que aunque sea resistente exteriormente, su fragilidad está en su interior. Y que aunque digan que las piedras son duras, no considera eso cierto: «lo duro no es la piedra, sino el golpe», se recuerda. Y aunque su hogar a veces es el suelo, ella no merece ser pateada.

Entiende perfectamente que por el hecho de existir, puede ser considerada una herramienta. Puede causar daño si la utilizan erróneamente o puede crear maravillas en las manos correctas.

Sabe la piedra que todo esto es así, y, aunque a veces crea que no puede hacer mucho al respecto,ella  sabe que su actitud frente a lo que vive y siente, de alguna forma moldea su destino. Ella sabe que es piedra, es montaña, es continente, es mundo y también… que es una partecita importante de algo mucho más grande.

La Espada

La Espada

el invitado
Cuento corto #10

La Espada

Un hombre solo con su espada.

Un hombre solo con una espada, sin otro rival más que su sombra.

Un hombre que se encuentra con su sombra, que también tiene una espada.

Un hombre que está solo con su sombra.

La sombra no lo mira. La sombra está ahí, donde quiera que esté el hombre, donde quiera que esté él y su espada.

El hombre mira a la sombra; la sombra no devuelve la mirada. La sombra lo persigue, o tal vez lo acompaña.

El hombre no deja su espada. Tampoco su sombra deja su espada.

El hombre grita. La sombra no grita nada. El hombre se enoja, pero la sombra no está enojada. La sombra no se inmuta por nada; la sombra que siempre tiene una espada.

Para el hombre la espada está pesada. Pero prefiere el cansancio y la espada a no tener nada.

Un hombre que tiene una espada porque tiene miedo de no tener nada.

El hombre se ve cansado, pero su sombra no está cansada.

Sus manos no le tiemblan, pero sí que sienten el peso de la espada.

Si el hombre suelta su espada, la sombra estaría armada y él no se podría defender con nada.

La sombra no lo mira: solamente lo acompaña.

Un día una ráfaga de viento acaricia cálidamente la cara del hombre. El hombre cierra sus ojos… y a ese hombre se le cae la espada.

Mira para todos lados. Busca a su sombra, la sombra que tiene una espada.

Su sombra también perdió la espada.

Un hombre solo, un hombre que no tiene espada.

Un hombre que no está solo, una sombra desarmada lo acompaña.

Un hombre y el viento en su cara.

La Semilla fue la planta

La Semilla fue la planta

el invitado
Cuento corto #8

La semilla fue la planta

—No puede ser un samurai. Lleva todo el atuendo de samurai, yukata, hakama, geta y el chonmage… pero no tiene su espada. ¡No hay posibilidad de que sea un samurai! —comentó a su amigo luego de que ambos pausaran el trabajo en el arrozal para mirar al forastero.

—Creo que llamaría menos la atención si estuviera desnudo pero con su espada en la cintura —le respondió su amigo.

 

El desconocido llegó a lo que podría considerarse la entrada de la aldea. Un escrito en una roca indicaba el nombre con el que se conocía a la zona: Chikuma.

Niños, ancianos y mujeres abrían grande los ojos al verlo. Los niños se reían y se acercaban a tocar sus extrañas ropas. Las madres de los niños estaban un poco asustadas.  Una muchacha corrió a buscar al jefe de la aldea. Poco después apareció un anciano acompañando a esa muchacha. 

Los ojos del viejo tenían un brillo peculiar. Ningún aldeano pronunció palabra durante el tiempo que el anciano observó en silencio al forastero. Luego de un rato, el sabio habló.

— Veo que eres apto para trabajar nuestra tierra. Si gustas, se te dará un hogar, dinero y comida siempre que respetes nuestras normas y cumplas con tu trabajo.

El “samurai sin espada”, de nombre Kotaro, hizo una reverencia doblando pronunciadamente el cuerpo y la cabeza en señal de aceptación de la propuesta y mostrando una profunda gratitud hacia el anciano.

 

El líder indicó a su nieta, Hinata, que llevara a Kotaro a una de las chozas comunitarias, le entregara ropa adecuada para trabajar, le asignara un lugar donde dormir y le diera una caja donde guardar sus artículos personales.

Ya que parecía que Kotaro había tenido una larga y cansadora travesía, el anciano le permitió al viajero que se diera un baño y le pidió que inmediatamente después se pusiera a disposición del capataz para comenzar con su trabajo. La muchacha y el viajante asintieron con la cabeza. Con la mirada, Hinata pidió a Kotaro que la siguiera. Le indicó un lugar donde dormir, una simple cama en una choza gigante donde al parecer dormían muchos campesinos. Le indicó dónde estaban los baños y le entregó ropa de trabajo. De entre las cosas que llevaba en sus manos, la joven tomó una bolsa que contaba con una cuerda para cerrar. Se notaba que la bolsa era un objeto producto del trabajo de un artesano experimentado. La tela era muy suave al tacto y tenía pintados, entre un patrón de flores de color naranja y rojo intensos, paisajes y aves de la zona.

—Para que guardes tu antiguo atuendo —dijo y se retiró.

 

Kotaro fue a los baños donde se encontró solo. Comenzó a desvestirse lentamente. Con cada prenda que se quitaba aparecían a la vista las múltiples cicatrices que decoraban su cuerpo. Cada cicatriz contaba una historia, algunas con final feliz, otras muchas con otro tipo de finales. Ya sin ropa tomó sus viejas prendas, las dobló con cuidado y respeto, las guardó en la bolsa y la cerró con suavidad. Cuando terminó de hacer el nudo, suspiró profundo; antes esa ropa la elegía con orgullo para vestirse cada día. Ahora la veía como un uniforme. El shogun, su antiguo amo, dijo una vez: “Vestir a un hombre con ropas de guerrero no lo hace un guerrero. Así como vestir a un guerrero con ropas de campesino no lo hace un campesino”.

Kotaro pensó en esas palabras y pensó en la firme determinación que había tomado al marcharse de aquel lugar que antes consideraba su hogar. «No existen vestimenta ni palabras ni recuerdos que me puedan decir quién soy, porque yo soy yo y no lo que vista ni lo que haya vivido ni lo que piensen los demás».

Luego del rápido baño se puso sus nuevas ropas. No eran nuevas en realidad, tenían algunos remiendos: alguien las había usado antes que él. «Y probablemente alguien las use después de mí, quién sabe». Sonrió ante la idea.

 

Caminando hacia la casa de su nuevo patrón sentía cómo lo observaban con curiosidad sus ahora compañeros de aldea.

—¿Cómo alguien puede abandonar el camino del guerrero, con todos los beneficios que tiene y el honor que eso implica? —escuchó comentar a dos personas.

«¿Tiene sentido vivir por la espada y morir por la espada? Quiero vivir por mis propios motivos», pensó Kotaro.

Se acercó a donde Hinata le había indicado: la casa de su nuevo capataz. Ella lo llamó Uesugi-San. El hombre lo atendió con una seria expresión pero Kotaro pudo notar la calidez y sensatez en su mirada. Uesugi-san lo llevó a la plantación, le dió un gorro de trabajo, herramientas y le indicó las terrazas de germinación y cultivo de arroz que Kotaro tendría a cargo. Debía primero ponerlas en condiciones y luego hacerlas producir.

Las terrazas que le fueron asignadas estaban abandonadas, se notaba que perdían agua y estaban un poco alejadas de la aldea, pero eso a Kotaro no le importó: el agua y el barro en sus pies, las piedras en sus manos y el calor del sol le daban una tranquilidad que superaba cualquier incomodidad que tuviera que vivir en su trabajo.

Una vez que el sol se ocultó en su totalidad bajo la gran montaña al oeste de la aldea, los trabajadores del arrozal comenzaron a volver lentamente a su hogar. Kotaro veía, aunque estaba ya casi oscuro, cómo el cielo se reflejaba en el agua de los arrozales dando la sensación de que había plantaciones en el cielo y nubes en el suelo.

 

Fuera de la choza preparaban la comida para los agricultores. Entre sus nuevas pertenencias Kotaro contaba con una escudilla y unos palillos para comer. Se acercó a la señora que servía la comida y ella le entregó su recipiente con abundante arroz, jengibre y cebollín. Estaba delicioso. Terminó sus gachas y se dispuso a lavar su escudilla. Antes de guardar su vajilla miró a sus nuevos colegas: algunos conversaban, otros jugaban juegos de azar, otros se divertían, algunos peleaban.

 

Por la noche, ya acostado sobre su futón, miró sus manos y pensó: 

«Aquí estoy. Hoy hice algo de lo que estoy orgulloso, algo que siento que elegí. Hoy construí».

Y esa noche, por primera vez en muchos años, durmió profundamente y sin interrupciones. Por la mañana el fino silbido de Uesugi-san le avisó a él y a sus compañeros de cuarto que volvía a ser la hora de trabajar el arrozal.

Sin Nombre

Sin Nombre

el invitado
Cuento corto #9

Sin Nombre

[En las afueras de Sop Ruak, en Wiang, dentro de la provincia de Chiang Rai (Tailandia), cerca del Triángulo dorado, casi a orillas del río Mekong]

 

Cuatro hombres llegaron al barrio sin previo aviso en un auto negro. Uno era el líder. Su peinado a la moda, el reloj de oro y su ropa de marca combinaban con el gesto canchero que hizo al bajar del auto y quitarse sus anteojos de sol. También bajó del auto el abogado-contador. Tras esos lentes impecablemente transparentes se veían unos ojos fríos; 

su traje oscuro hacía juego con la expresión de su cara. El tercer hombre era “el de seguridad”, un tipo gigante vestido con un traje gigante, probablemente hecho a medida. El chofer, con su gorra negra y lentes oscuros, no bajó del auto dando a entender que no iban a tardar mucho.

 

Preguntaron por “él” a una señora que había salido a mirar y caminaron hacia donde ella les había señalado. 

Golpearon las palmas como llamando, pero no esperaron ninguna respuesta para pasar: por un pasillo se dirigieron directamente a la parte trasera de la casa. Ahí lo encontraron. Estaba solo.

Con tono de buenas noticias, un tono que sólo una persona irreverente puede tener, el líder le transmitió las novedades: tras una petición que hizo la empresa que ellos representaban, y luego del posterior fallo de la corte suprema del país, “él” ya no podía seguir llamándose de la misma manera…

Resulta que por una casualidad, su nombre era igual que aquella mundialmente famosa marca de bebidas. Y eso no era lo único: también su nombre incluía un adjetivo calificativo, en un idioma que no era el tailandés, pero que podría dar a la marca una muy mala imagen.

Sobre todo si se enteraba la competencia. Así que aprovechando algunos contactos en el gobierno, la marca inició -unilateralmente- las acciones legales pertinentes para des-nombrar a esta persona.

Para no vulnerar su derecho a elegir, o tal vez en un acto de total indiferencia, no le asignaron un nuevo nombre. Tras que el líder le comunicó esto, el abogado prosiguió inmediatamente en perfecta sincronía: le informó que estaba totalmente prohibido mencionar el viejo nombre, así como escribirlo o reproducirlo de cualquier manera.

También le dijo – mientras le daba los papeles de la sentencia firmada y sellada, así como su nueva acta de nacimiento, registro de conducir y cédula de identidad – que debía eliminar cualquier documento físico que incluyera ese nombre.

Toda información digital referente a su antigua identidad, tanto en los archivos del gobierno como en el resto de internet, ya había sido eliminada por el departamento de informática de la empresa tras la sentencia; también debía avisar a sus familiares y amigos que a partir de ese momento no podían dirigirse a él como antes.

 

El hombre permaneció callado mientras recibía toda esta nueva información y revisó la escena: el líder mirando despreocupado con una sonrisa; el abogado terminando de acomodar los papeles en su maletín; el guardaespaldas que no parecía estar pensando en nada en particular. Se retiraron recordándole, con amabilidad, que a partir de ese momento ya estaba establecido el bozal legal, y que la empresa no dudaría −y al decir esto el tono de voz se tornó amenazante − en iniciar acciones legales ante el más mínimo desvío de las reglas.

 

El hombre miró su nuevo carnet de identidad: su foto, su número, su fecha de nacimiento, el título “Nombre” y el espacio en blanco que lo acompañaba.

Tras mirar el carnet observó sus manos: esas manos ya no responderían al mismo dueño.

Miró a su alrededor: esa casa, esos muebles, ese mismo suelo que pisaba le resultaron extraños. Observó los pensamientos que surgían en su mente: eran pensamientos asociados al hombre que antes se llamaba de cierta manera.

Los miró bien y se rió: él nunca se había fijado si a esos pensamientos que aparecían misteriosamente los quería hacer suyos.

Se percató de cómo se sentía: estaba un poco desorientado pero liviano; después de todo le habían sacado algo de encima.

La estructura de vida de aquel hombre cuyo nombre él conocía ya no tenía razón de ser.

Ese camino que había recorrido, y el que había decidido recorrer hasta ese momento, pertenecía a una persona que ya no existía. Sonrió ante esa idea.

Caminó hacia el glorioso río que pasaba a escasos metros de su casa. Al llegar al destino pensó en lo que más le gustaba sentir a esta nueva persona: la brisa de viento con los ojos cerrados, una sonrisa en el corazón… y los pies en las refrescantes aguas del río Mekong.

eneAmigo

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el invitado
Cuento corto #8

eneAmigo

Esperaba que la leyenda fuera cierta: quien le realizara una petición de todo corazón y en voz alta al árbol de los deseos que estaba en el patio de la escuela, recibiría lo que había pedido.

—Hola árbol, soy Nico. Es la primera vez que hago esto. Por favor, te pido que me ayudes. Sé que muchas veces hago travesuras… pero quiero pedirte, de todo corazón, que me envíes un amigo. Quiero tener y mantener un amigo. Solamente uno… por favor, árbol, es lo que más deseo… —dijo Nicolás, con lágrimas en los ojos.

Era de los que siempre llegaban tarde a la escuela, pero ese día (primer día de clases del ciclo 2022), puso su alarma para que lo despertara antes del amanecer, desayunó rápido y fue corriendo hasta el cole. El portero, al que llamaban cariñosamente Don Ott, se sorprendió de verlo tan temprano, aunque lo dejó pasar con un gesto amistoso. Nico no quería que otros compañeros lo vieran, mucho menos que escuchasen su deseo.

Nico no era malo… pero a veces sus acciones no eran buenas. En general, ese tipo de actos los hacía cuando había gente a su alrededor. ¡Casi siempre sin darse cuenta! Pasaba alguien por detrás de él, y su cuerpo, como de manera automática, buscaba hacerle una zancadilla a esa persona. También, soplaba las velas de la torta al cumpleañero, antes de que terminaran de cantar el “feliz cumpleaños”, ganándose el abucheo de todos. Incluso, ante la rara ocasi ón de que alguien le confiara un secreto, en el caso de que Nico necesitara salir de una situación problemática, era capaz de traicionar a su confidente y difundir el secreto para distraer a todos y escaparse de sus inconvenientes.

Nico no quería comportarse así, pero lo hacía. No sabía bien por qué, era como una necesidad de que los demás notaran su presencia, una ansiedad interna que no se calmaba.

Cuando sonó el timbre avisando el comienzo del nuevo año lectivo, todos hicieron una fila. Ya en su sitio, el muchacho se percató de que tenía en su curso a una nueva compañera. Sus compañeros lo miraron y la miraron a ella, dando a entender que  esperaban que Nico le practicara un “bautismo de bienvenida”. Básicamente era que le hiciera a la recién llegada alguna broma, esas que solía hacer él. Esa atención, si bien no era el tipo de atención que a Nico le gustaba, le daba una sensación interna de importancia, por lo que se puso a planear la broma de recepción a su más reciente compañera.

Para su sorpresa, la nueva alumna se sentó a un banco de distancia.

«Vamos a arrancar con un clásico», pensó el joven. Cuando la maestra llamó a la muchacha, y ella se dirigió al pizarrón, Nico se abalanzó sobre la cartuchera de la recién llegada. La docente, mientras tanto, presentó a todo el curso a Micaela, que no solo recién ingresaba en la escuela, sino que también era nueva en el pueblo. Nico, siguiendo con su plan, abrió la cartuchera y metió la mano dentro, buscando la pluma de Micaela. La cartuchera estaba vacía de útiles, pero tenía tinta fresca en su interior. La mano del joven quedó totalmente manchada. Sorprendido, levantó la vista y miró su mano: sus compañeros se reían de él. La maestra, advertida por las risas, lo miró y le dijo que fuese a lavarse al baño y que no volviera a tocar los útiles ajenos o, si no, comenzaría el primer día de clases con amonestaciones. Micaela ignoró la situación, pero se la veía con una disimulada sonrisa.

Luego, en el recreo, Nico volvió al ataque. Escondido en el salón, escribió en un papel “Soy muy torpe, discúlpenme”. Preparó el cartel improvisado con cinta adhesiva, para que quedara pegado en la ropa de su víctima. Su plan era acercarse a Micaela por detrás, como para pedirle perdón por su accionar anterior… y cuando le tocase la espalda a la muchacha para llamarla y hablarle, le dejaría el cartel pegado en el abrigo para que todos se rieran. Se acercó a la joven adolescente por detrás y, estando a pocos centímetros de ejecutar su venganza, ya con el cartelito en la mano, uno de sus compañeros se acercó a él y le dijo: “Te disculpo”. Luego se fue, ocultando la risa. Otros compañeros también le gritaron cosas parecidas y finalizaron sus palabras con risas burlonas.

Confundido, pero veloz, Nico se quitó su abrigo: en su espalda tenía pegado un cartel “Soy un sinvergüenza, discúlpenme”. Se paralizó por un instante. Miró a Micaela, ella le devolvía la mirada con una expresión de desinterés.

Derrotado, el muchacho huyó al baño, se encerró por un momento ahí y pensó: «esta chica está siempre un paso adelante de mí, pero la tercera es la vencida».

Él sabía cómo sería el primer día de la clase con Noelia, la profesora de geografía. La profe haría pasar a un estudiante. Si había un alumno nuevo, ese sería el elegido, y en frente del curso, con el libro de la asignatura en la mano, ese estudiante leería la frase que a la profe tanto le gustaba oír: “Hay un paisaje eterno, una geografía del alma”. «Exactamente ese será el momento de dar el golpe», se dijo Nico, convencido. Esperó pacientemente a que el celador tocara la campana para salir al segundo recreo y, una vez que todos estaban fuera del salón, procedió: metió una cucaracha y una araña de plástico en el libro de geografía de Micaela, exactamente en la página de la frase. Cuando la muchacha abriera el libro en la página solicitada por la profe, Mica se asustaría y todos se reirían de ella.

Vale aclarar que el travieso muchacho siempre llevaba varios insectos de plástico en su mochila, ante cualquier necesidad de una broma rápida.

Al volver al aula, comenzó la clase, y la profe estaba a punto de dar su clásico discurso de bienvenida. Llamó a Micaela para que pasara al frente. La joven, con su libro en mano, siguió las indicaciones de la docente. Nico ya estaba saboreando su victoria cuando vio que Micaela leía la frase sin problemas, era felicitada por la docente, cerraba el libro e iba a sentarse.

Confundido con la situación, el muchacho buscó su carpeta tras la orden de la profesora. Aún mareado, abrió la carpeta y, al ver un escorpión entre sus hojas, emitió un agudo grito de terror. Dos segundos después, se dio cuenta de que el insecto era de plástico. Tres segundos después, se dio cuenta de que todos se estaban riendo de él, incluida Micaela. La profesora ordenó silencio con tono severo.

Nico no volvió a hablar en todo el día escolar. Regresó a su casa y aún allí permaneció en silencio. 

«Así que esto se siente cuando te molestan…», se dijo para sí. «Probé “de mi propia medicina” y no me gustó: es una medicina amarga que no cura nada. Es más parecida a un veneno que a un remedio».

 

Durante los siguientes días, el comportamiento de Nico en la escuela fue insólito. Tanto profesores como compañeros no podían evitar sorprenderse al verlo callado y cabizbajo. Estaba ensimismado, pensativo, como acostumbrándose a una serie de nuevas emociones que nunca había sentido.

El viernes de esa misma semana, antes de formar la fila para entrar al aula, después de una noche en la que casi no logró dormir, el muchacho se acercó a hablar con Mica.

—Hola, Mica… quiero decirte que… ganaste. Lo intenté y en cada oportunidad me superaste. Yo perdí.

Mica lo miró y le respondió.

—Hola, Nico. Creo que lo que decís no tiene sentido — estas palabras asombraron muchísimo al muchacho. Esperaba una demostración de superioridad por parte de quien él consideraba su rival, pero en vez de palabras duras y despectivas, recibió palabras sinceras. —Para mí, en la guerra por molestarse no hay ganadores. Todos perdemos. 

Tras estas grandes palabras, Nico bajó la cabeza y se sintió aún más confundido que antes. Cuando iba a darse vuelta para finalmente ir a formar la fila, recibió un ofrecimiento inesperado.

—Si querés, podemos ser amigos. — Esas palabras sorprendieron tanto a Mica, que las pronunció, como a Nico, que las recibió.

—¿En serio?

—Sí, ¿por qué no? Siento que compartimos muchas cosas. Sobre todo, una muy importante: sabemos lo que es hacer bullying, y también haberlo recibido.

Nico estaba feliz, era la primera vez que alguien le ofrecía su amistad de forma honesta. «¡El árbol mágico del patio del colegio sí funciona!», se dijo a sí mismo, emocionado y agradecido.

Desde ese momento, los dos se convirtieron en amigos inseparables y aprendieron muchas cosas juntos.

 

Fin

 

Epílogo…

 

Primer día de clases del ciclo 2022 por la mañana.

Una muchacha llega muy temprano al colegio. Es tan temprano que el patio está vacío.

Desde que escuchó el rumor de ese árbol especial que cumplía los deseos, era lo único en lo que podía pensar. 

La joven llega al árbol, revisa que nadie esté cerca, se acerca al tronco y le dice:

—Hola árbol, soy nueva en este pueblo. Mis padres se mudaron por mí, porque en el pueblo que vivía antes me echaron de la escuela por mal comportamiento. Yo sé que hago lío bastante seguido, pero es que a veces me siento sola y todo me molesta. Te pido por favor, con todo mi corazón, quiero tener un amigo, alguien con quien compartir, alguien que me entienda. Me gustaría… —Mica frenó su confesión. Escuchó que alguien hablaba con el portero y se dirigía hacia donde estaba ella. Se escondió detrás del árbol, esperando que esta persona que recién había ingresado se fuera, así ella podía terminar de plantear su deseo, cuando de repente escucha:

—Hola árbol, soy Nico…

 

¡Fin real!

 

Días

Días

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Cuento corto #6

Días

Un día vino. Nunca dijo de dónde. Tampoco dijo que se iba a quedar. Todos sabíamos que no se iba a quedar.

Desarmó las sillas. Nos invitó a sentarnos en el suelo. Desarmó las camas, probamos dormir en el suelo. Desarmó las mesas, nos hizo comer más cerca de la tierra.

Nunca decía nada, pero su palabra era ley. Todos sus actos eran correctos, por eso nadie le discutía.

Miraba a los otros a los ojos, pero nunca pretendía que le devolvieran la mirada. Cabeceaba la orden, pero nunca esperaba que le obedecieran. Nos hacía estallar de risa y nos hacía emocionar hasta las lágrimas. Sus acciones… eran las JUSTAS.

Nunca discutía, nunca se quejaba. No necesitaba de las palabras para demostrar amor. No pretendía enamorar, aunque enamoraba. Tal vez no sabía bien qué hacía, pero funcionaba.

Jamás lo vi hacer algo indebido ni criticar al que lo hacía. Siempre se salteaba una comida. No tenía hambre, o no quería, o no le gustaba. O tal vez daba su porción. Nunca se emitió al respecto.

Los niños lo querían, él los calmaba. Lo hacían sonreír. Siempre leía algún libro y los chicos se le juntaban alrededor. Era raro porque leía para adentro, pero los pequeños lo miraban con fascinación, como hipnotizados.

Las miradas de los criticones eran balas que no lo tocaban. Nunca lo escuché chismorrear ni hablar por las espaldas. Es más, creo que no hablaba.

Un día se fue como vino, sin decir nada.

Cuando se fue, no armamos ni las mesas ni las sillas ni las camas. Las cosas tenían nuevos lugares. Nos adaptamos y adoptamos esas nuevas formas de vivir, que en algún momento habíamos desdeñado.

Identificamos los actos que eran justos de los que no, y con eso nos bastaba. Conocimos el amor que trasciende las palabras. Leíamos porque eso nos nutría, y porque eso nos lo recordaba.

Lo llamaron de muchas maneras, pero yo no le conocí el nombre.

Creo que nunca lo dijo. Creo que nunca dijo nada.

La esencia de un pozo

La esencia de un pozo

La esencia de un pozo
Cuento corto #5

La esencia de un pozo

Este es un buen lugar para cavar un pozo.

Decían que esa era su frase más repetida. Para el momento en que la conocí, creo que tenía en su haber más de tres mil pozos cavados, con diversas profundidades, formas y en diferentes tipos de suelos.

El pozo, decía, tiene su esencia por carecer del material circundante; el pozo es la negativa de lo que lo rodea. 

Yo la miraba. Ella me sonreía mientras sostenía una pala en su mano. 

Un pozo, continuó, tiene el objetivo de encontrar algo: agua, petróleo, una papa… O el objetivo de arrojar algo dentro y a veces taparlo: una semilla, un cuerpo sin vida, un tesoro. 

La miré. Tenía sentido, pensé, y me atreví a preguntar:

¿No es medio negativo estar tan relacionada con los pozos? Por ejemplo, me viene a la mente la frase “pozo depresivo” o “pozo sin fondo”. 

Ella me miró y sus ojos se arquearon en una sonrisa delatando que ya le habían hecho esa pregunta antes. Sin embargo, en vez de escuchar una respuesta predefinida de su parte, como una grabación de cassette, escuché palabras que me resultaron frescas; incluso sentí que su respuesta estaba especialmente dirigida a mí.

La gente muchas veces confunde el pozo con su propia existencia, dijo. Y eso de un “pozo sin fondo” claramente es un error de definición, de concepto. Porque, si no tiene fondo, no es un pozo, es un tubo. 

Nunca lo había pensado así. Me quedé sorprendido. ¿Cuántas otras frases históricas, que se dicen millones de veces como ciertas, puede que estén tan equivocadas como la del “pozo sin fondo”?

Cuando alguien me dice “pozo depresivo”, siguió explicando, intento que obtengan una nueva perspectiva. Les pregunto ¿por qué no dejarse atrapar y sostener por la tierra que está en el fondo del pozo en vez de luchar para escaparse? Esa pelea, esa resistencia, generalmente provoca efectos más perjudiciales que beneficiosos. Les digo que pueden convertirse en un tesoro en el fondo del pozo. Cuando yo estuve deprimida, sentí estar en un pozo. Y llegué a lo que sería “tocar el fondo”. Fue interesante que ahí estaba el fondo del pozo para recibirme. En ese momento me tiré al suelo y me di cuenta de que más abajo no podía ir.

Ella hablaba y gesticulaba apasionadamente, casi podía entenderle de sólo ver sus señas.

Aunque quisiera o sintiera que seguía cayendo o bajando, el suelo estaba ahí para sostenerme; me dije: puedo ser un cuerpo pudriéndose en una tumba o puedo convertirme en tesoro.

Eso suena muy poético y lindo, dije… pero la gente no es un tesoro; la gente es carne, huesos, sangre, deseos, pensamientos, historias… 

Para mi sorpresa, ella asintió varias veces con la cabeza mientras yo hablaba. 

Y miserias, agregó, dolor, enfermedad, arrepentimientos, pesar, y más… pero puedo contarte qué me pasó a mi… ¡o lo dejamos acá y listo!.

Sus palabras me llenaron de un optimismo infantil. Así que un poco divertido con la situación, y otro poco intrigado, le pedí que me contara más.

Un tesoro tiene valor, continuó hablando, y generalmente un tesoro está oculto. Casi seguro al escuchar la palabra “tesoro” tu mente viaja a la imagen de un cofre de madera repleto de monedas de oro y joyas dentro. En ese momento, en el momento de mi “pozo depresivo”, yo me veía como ese cofre de madera con herrajes metálicos y tapa curva, pero sin cosas de valor en su interior. Ahí fue cuando me dije: si tan sólo puedo ver una pepita de oro dentro, aunque sea una pepita muy chiquita, yo pasaría a ser un tesoro escondido en un pozo. Y con esa idea en mente busqué dentro de mí, dentro de ese “cofre”, alguna característica que fuese de oro, algo que yo considerase de valor. Busqué en mí algo que me gustara y que apreciase. Para encontrarlo usé el truco de ver lo que me gusta en otros y luego buscarlo en mi. Algo pequeño: mi risa, mi manera de respirar, mi trato con los animales, mi manera de saludar… cualquier pepita de oro en mi interior. Y, tras encontrar esa pepita… 

La interrumpí porque me interesaban los detalles. Quería saber cuál había sido esa primera pepita.

Mi primera pepita, me dijo sonriendo, fue mi comportamiento con el agua: nunca dejo canillas goteando y siempre intento no desperdiciarla. Me pareció una buena pepita 

En ese momento hizo una pausa y luego prosiguió.

Así fuí buscando más y más pepitas dentro de mi, dentro de mi cofre, hasta que me di cuenta de que había muchas. Mirando bien, encontré incluso monedas de oro y, tras un poco de práctica en el buscarlas, fueron apareciendo las joyas y piedras preciosas… así que, tras usar la misma lógica y honor a la verdad que busco aplicar con los demás, no me quedó más opción que autoproclamarme un verdadero tesoro. Cada día recordaba y repasaba el contenido del tesoro… hasta que un día decidí compartir ese tesoro con los demás.

Me gustó su historia, sus detalles y sus aclaraciones. Le agradecí y me despedí amistosamente. Ella siguió cavando. Yo me fui a encontrar mi tesoro.

El Séptimo Sentido

El Séptimo Sentido

El séptimo sentido
Cuento corto #4

El Séptimo Sentido

«Detrás de la mente, abajo del gusto pero un poco más alto que el tacto, búscalo ahí».

Treinta años llevaba practicando con mi maestro. Y aunque yo sentía que buscaba donde él me decía, no lo encontraba.

«Buscarlo con el intelecto es como buscar ropa seca debajo del agua», siempre me decía el anciano cuando le hacía planteos teóricos sobre mi práctica.

«Maestro, usted habla con frases que desafían la lógica para enseñarme mejor o porque quiere reforzar el estereotipo de anciano misterioso?» le preguntaba a veces para que nos riéramos juntos.

«Más blando que lo salado, más fluorescente que un aullido de lobo, más rugoso que un pensamiento de alegría». Sus instrucciones eran dichas sin un ápice de duda, como las indicaciones de un lazarillo que ve claramente el camino y asiste a la persona para que transite con seguridad cada paso de ese sendero.

A pesar de su dulzura, perseverancia y compasión, yo no lograba tener éxito en mis intentos. Sentía que el maestro permanentemente me señalaba un cartel que para mí era invisible; y que, sumado a no poder verlo, cuando mi mirada llegaba a donde él había señalado, ese cartel ya había cambiado de lugar hacía un tiempo.

«Sigue observando las sensaciones de tu cuerpo. Siempre observando. Será beneficioso si lo haces cerca de este Ficus benjamina. Emana fuertemente el sabor de esa dimensión, te ayudará a despertar su receptor». Me gustaba el intenso verde de las hojas de ese árbol y el contraste que hacían con el color blanquecino de su tronco. Pero más allá de eso, yo no percibía ese “sabor” al que el sabio refería.

 

Unos diez años más tarde, rumbo al aljibe del monasterio con mi balde de madera, algo resonó en mi interior. Proseguí tranquilo con mi labor, llené el balde de agua y en el camino de regreso frené. Miré mis manos que sostenían la gruesa cuerda de yute que servía de manija para el balde. Estaban mis manos, pero también estaba algo más. Como un nuevo material, diferente a cualquiera que hubiera visto, tocado o sentido antes. Era una especie de vibración chispeante, una sensación totalmente diferente a la gama de sensaciones que viví en toda mi vida.

Esta dimensión antes imperceptible se abrió súbitamente, como si una gran y sólida roca se partiera por la mitad. Dicen que un golpe fuerte y seco en el punto exacto puede dividir en partes idénticas a una piedra gigante. Si el golpe se da un milímetro fuera de ese preciso punto, la piedra permanece inmutable. Se ve que uno de los millones de “golpes en la roca” que di fue en el lugar indicado.

Recepcioné la información que este nuevo sentido generaba.

«Una roca no tiene gusto, el metal en reposo no emite sonido y el humo no se siente al tocar», escuchaba en mi mente las palabras de mi maestro.

Comencé a notar que algunos objetos parecían emanar fuertemente la esencia de esta nueva dimensión y otros parecían carecer de esa cualidad.

El aire comenzó a llamar mi atención porque también percibí esta cualidad en él. Tanta información de repente me mareó; me sentía como una persona que oye por primera vez tras vivir 40 años con los oídos tapados.

Me senté contra el tronco de un árbol. Inhalé profundo.

Vinieron a mí las palabras de mi maestro, que había partido hacía ya unos años. 

Me reí. Me reí como nunca en la vida.

Me reí de mí, del mundo, del maestro, de todo lo que me había dicho, de lo acertado de sus palabras y me reí de no haber sido capaz de haberlas interpretado correctamente durante todo este tiempo, habiendo tenido directivas tan buenas. Me reí de mi anterior “yo”, que creía poder llegar al destino sin tener que recorrer cada uno de los pasos del camino. Me reí porque me consideraba muy inteligente y, sin embargo, no había podido encontrar atajos en la búsqueda de mi verdad.

Respiré profundo nuevamente y me puse de pie. Miré desde arriba al balde de madera: mi reflejo en el agua me devolvió una sonrisa cómplice.

El Pacto

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el invitado
Cuento corto #3 – Hive

El Pacto

Hace mucho tiempo, los árboles tenían graves problemas para comunicarse entre sí. Si bien sus hojas hablan, muchas veces la distancia entre los árboles es demasiado grande como para que logren escucharse. Sobre todo, por información que es de público conocimiento: las hojas solo pueden hablar bajito y no saben gritar.
A veces los árboles quieren decir algo, las hojas logran acercarse y expresarlo, pero el viento es tan fuerte que se vuelve difícil que puedan escucharse. En algunos casos el árbol vecino termina recibiendo un mensaje diferente al que fue dicho, como el juego del “teléfono descompuesto”, pero sin que sea juego y provocando más de un problema entre nuestros leñosos amigos.
La comunicación a distancia también existe, ya que las hojas desprendidas y arrastradas por el viento pueden llegar a acercarse al destinatario del mensaje. Pero no siempre se puede esperar al otoño para enviar los mensajes, y no siempre el viento sopla en la dirección que el árbol emisor del mensaje necesita. Como ejemplo está aquel caso del Ceibo, que quería invitar a sus amigos a su cumpleaños, pero para cuando llegó a los diversos destinos la convocatoria, la fecha del festejo ya había pasado. Y no solamente unos días, habían pasado tres meses humanos. Aclaro por si desconocían, los árboles cuentan los días de manera diferente a los humanos: podría decirse que las lluvias son sus días, las estaciones son sus meses y cada anillo de su tronco sus años.

En pos de solucionar el problema, se acordó una asamblea de los Tipuana Tipú, los Árboles Ancianos que formaban el Círculo de la Sabiduría. ¡El inconveniente que tenían en la asamblea era doble! En primer término, siendo el problema a resolver la comunicación, necesitaban sí o sí contactarse para encontrar la solución. Y también, como la mayoría de los árboles de la asamblea eran muy grandes de tamaño y también de edad, sumado a lo distraídas que son las hojas, los tiempos para que todos recibieran la información de cada diálogo se extendían muchísimo.
Si bien había buena predisposición de parte de todos los miembros de la asamblea, llevaban más de treinta años humanos sin llegar a ninguna determinación. Durante ese tiempo los árboles fueron, sin proponérselo, hogar de miles de pájaros. Pájaros y árboles convivían, pero no eran amigos: los ancestros de los árboles y pájaros habían tenido una gran pelea mucho tiempo atrás y desde hacía miles de años que no se dirigían la palabra.

En un momento de la reunión, nace Ignacio. Un Hornero que no pensaba igual que sus ancestros: él, contra la voluntad de sus padres y abuelos, hablaba con los árboles. Y, aunque muchas veces los árboles lo ignoraban o lo rechazaban de forma hostil, se hizo amigo de un Eucalipto, varios Acer y otros árboles del bosque. También generó buena relación con Delfina, una joven Tipuana Tipú, hija del miembro más reciente de los Árboles Ancianos. A ella tampoco le permitían hablar con los pájaros, después de todo, su linaje consideraba imperdonable lo que había pasado en esa gran pelea con las aves de hacía tantos años. Pero a ella no le importaba, consideraba agradables a los pájaros, y en especial a Ignacio.
Enterado de la situación y el motivo de la asamblea, Ignacio reflexionó y ofreció algo controversial a Delfina: él sería la voz de los árboles. Él se ofrecía a enviar los mensajes para resolver la asamblea. Con argumentos convincentes, Delfina logró que su padre propusiera a Ignacio como mensajero en la asamblea. Los árboles desconfiaron, porque podrían llegar a enviarse mensajes falsos o simplemente que los recados no llegaran nunca. Delfina, al recibir las novedades de tal desconfianza, se comunicó a través de Ignacio con su abuelo, el Árbol Anciano Mayor, que estaba físicamente muy lejos de esa parte de la familia y hacía años que no tenía noticias de su preciada nieta. Al escuchar las palabras de Delfina en la dulce voz de Ignacio, el viejo se sintió tan conmovido que no tuvo más opción que aceptar la propuesta del pájaro como mensajero. Para calmar las aguas, porque muchos árboles aún no estaban de acuerdo, advirtió que iba a aceptarlo a prueba por un tiempo.
Y así, Ignacio fue transmitiendo mensajes. La comunicación en la Asamblea pasó a ser rápida y eficiente. Tanto se mejoró y se sorprendieron los participantes que algunos árboles, que al principio estaban en contra de la idea, le pidieron a título de favor personal a Ignacio que envíe mensajes particulares a otras zonas. Ignacio voló por casi todas las áreas del Bosque del Gran Lago enviando noticias y novedades a los árboles. Muchos lo rechazaban y otros estaban agradecidos, pero él no se detenía, siempre seguía transmitiendo los mensajes, creyendo firmemente en que pájaros y árboles realmente podían ser amigos y ayudarse mutuamente.
En esa época, las semillas y las frutas de los árboles no eran ni sabrosas ni apetitosas, pero la felicidad y alegría de ir recibiendo información de manera rápida y amigable fue penetrando la savia de los árboles y haciendo sus frutos y semillas deliciosos para los pájaros y otros animales. Viendo lo bueno del trabajo de Ignacio, otros pájaros fueron también ofreciéndose para transmitir mensajes entre árboles, uniendo familias distanciadas y generando vínculos entre árboles que hacía mucho que no se comunicaban.
Más funcionaba esa dinámica, más ricas las semillas y las frutas. Los árboles pasaron a ser los principales proveedores de alimento y hogar de sus amigos pájaros, y los pájaros se convirtieron en su voz y sus palabras, formando lazos y una amistad inseparable que dura hasta el día de hoy.

El Invitado

El Invitado

el invitado
Cuento corto #2

El Invitado

En ese momento pensé: «Yo no puedo estar pensando en esto».

«Yo no puedo (¿Yo?) estar pensando (¡¿Otro Yo?!) en esto».

Sentí que en mi cabeza se producía una especie de cortocircuito seguido de una explosión, como cuando un niño emocionado empuja la primera pieza de un efecto dominó gigante. Me fui percatando que mis oídos escuchaban sonidos que se condecían con lo que mis ojos veían en la televisión, mi boca se sentía seca, mi tacto estaba aburrido y los dedos se distraían con los botones gomosos del control remoto, mientras los pensamientos se debatían entre «¿qué se come hoy?» y «estos botones los deben hacer así de sensuales al tacto para que nos guste usar el control remoto y veamos más televisión». Toda la escena sucedía como si “yo” no participara.

De repente, bajaron sensaciones desde mi cabeza por mi columna vertebral hacia diferentes partes de mi cuerpo. Mi mente reaccionó confundida como si algo sospechoso sucediera, mis ojos quitaron la mirada de la tele para ver si estaba la ventana abierta y luego revisaron si tenía puesta la ropa: la ventana estaba cerrada, y el cuerpo estaba vestido. La mente dudó unos tres segundos más, pero finalmente volvió a entretenerse con la televisión.

Las sensaciones corporales me comunicaban una información, pero sin usar palabras. Lo primero que “oí” fue:

—Hola, mucho gusto. Soy Roberto, tu gestor de pensamientos.

La cabeza se me dobló para la izquierda, los ojos miraron para arriba y después de otros tres segundos de nuevos chequeos de ventana y ropa volvieron la atención a la pantalla.

La voz prosiguió.

—Me voy a comunicar por acá, por las sensaciones corporales, porque es la única forma que tengo para bypassear los pensamientos. Mantengamos a los pensamientos fuera de esto, que sigan en la televisión y conversemos un rato de esta manera: vos comunicate conmigo con unos símbolos inentendibles para la mente que te acabo de enseñar, y yo te envío mi parte por el cuerpo con las sensaciones.

Tomé el cuaderno que siempre tengo a mano para escribir mis ideas y comencé a garabatear unos símbolos. Me surgieron unos pensamientos que decían «¿Qué le pasa ahora?» y luego la mente concluyó: «Estoy aburrido, se ve», con lo que rápidamente perdió el interés en el cuaderno y los inentendibles símbolos y volvió la atención a la televisión.

Le escribí a ese tal Roberto:

—Mucho gusto, Roberto, soy Eduardo… ¡creo! ¿Qué querés decir con esto de que sos mi gestor de pensamientos?

Las sensaciones brotaban de diferentes partes de mi cuerpo con toda la info: me contó que, principalmente, se encarga de grabar y repetir escenas para que la mente las muestre. Las imágenes que los pensamientos muestran se generan según él las recuerda y, a veces, como no puede procesar tanta información, les baja la calidad a las imágenes o cambia detalles de los recuerdos («insignificantes», según él). Me dijo que las respuestas que da la mente siempre lo hacen con información previamente procesada. Y me confesó que él, Roberto, tenía como principal trabajo el de mantenerme lo suficientemente activo como para que yo pudiera seguir vivo, y él mantener su puesto de trabajo.

Garabateé más símbolos y le pregunté:

—¿Cómo es que hasta ahora vos y yo no habíamos hablado, Roberto?

—¡Porque estás siempre muy ensimismado en tus pensamientos! En ese momento que dudaste sobre tu participación en los pensamientos, barajaste la posibilidad de ser “el que recibe” los pensamientos. Si eras ese, te preguntaste quién los estaba generando.

»Llegaste a la conclusión de que no podías ser el que los recibe y los genera a la vez. Tras ese vislumbramiento, se produjo un conflicto neuro-psico-emocional, se te trabó una parte eléctrica del cerebro y ahí me conociste. No pensaba que fuera posible que pasara esto, pero se ve que pasó.

—Pero, Roberto, ¿Vos decís que no estoy en control de mis pensamientos, y que ellos de alguna manera me controlan a mí? A mí me parece que… —Me corrió una sensación por todo el cuerpo que era como una risa que surgía desde adentro. Alguna vez alguien se rió de mí, ¡pero nunca había sentido que se rieran desde el interior de mi cuerpo!. Cuando se calmó la sensación, Roberto me transmitió:

—No quiero arruinarte la noche. Sólo te voy a decir que mayormente tus pensamientos te van llevando para donde quieren. Básicamente, soy yo el que te va llevando. Lo malo es que no te puedo dirigir hacia los lugares que yo quiero ir…

Aunque no entendía bien, me dio un poco de pena.

—¿Qué son los sueños Robert? ¿Te puedo llamar Robert?

—¿Robert? ¿Por Roberto? Nunca lo había pensado. Sí, está bien, podés llamarme así.

»Sobre los sueños, son lo más parecido a un descanso para mí. Tené en cuenta que desde que te identificás conmigo, yo trabajo todo el día proveyendo a la mente la materia prima de los pensamientos, buscando en tus recuerdos, organizando memorias, haciendo tareas de limpieza de información, etcétera. Tené presente esto: nunca pensaste algo que no fuera un derivado de imágenes, sonidos, etc. que ya conozcas: agregando, quitando, uniendo y separando pensamientos; siempre intento que sea lo más interesante que se pueda, según tu depósito de memorias y lo que me indica mi manual de procedimientos. Así que aprovecho y durante la etapa de sueño no me esfuerzo demasiado. Hago una especie de collage bizarro con cosas a las que tengo fácil acceso, sin fijarme mucho en la lógica y la estructura espacio-temporal.

¡Me sentí aliviado porque mis sueños siempre eran un delirio… aliviado y un tanto decepcionado… mi Robert es medio vago!

—¿Y qué pasa entonces con las situaciones que no incluyen los pensamientos, como por ejemplo la experiencia del momento presente?

—No sé mucho de ese tema, eso vas a tener que charlarlo con Juan Carlos, del departamento de “Efímeros e instantáneos”. —Sentí que con esa información me transmitía algo de tristeza y melancolía… ¿sería que a Robert le hubiese gustado trabajar en ese puesto?

—¿Qué te gusta a vos, Robert?

Las sensaciones que recibí tenían una alegría infantil y algo de ternura.

—A mí me gusta pintar paisajes y me atrae la equitación. Lo que pasa es que este trabajo es altamente demandante y tengo poco tiempo libre…

Sentí un poco de pena por Robert. Yo sabía que pensaba demasiado, casi todo el tiempo. Que la mayor cantidad de pensamientos e ideas con las que jugueteaba eran totalmente inútiles y en muchos casos incluso perjudiciales. Me prometí hacer un esfuerzo por darle más tiempo libre a Robert.

—Una cosa más, Robert…

De repente, mi cabeza se sacude rápidamente como si me estuviera quitando nieve del pelo. Miro unos símbolos raros que están en el cuaderno que tengo enfrente. «¿Cuándo escribí esto? Es como si me hubiera dormido pero sin dormirme, como si me hubiera “ido”… qué raro. Me siento liviano y con una linda sensación en el cuerpo. Bueno, esta serie que me recomendaron no está tan mal, voy a ver el siguiente capítulo…»